Valeria caminó con rapidez por los pasillos del hospital, con Gabriel a su lado. El corazón le latía con fuerza, no solo por el apuro, sino por la mezcla de esperanza y temor que se revolvían en su interior. La última vez que vio a su abuela, apenas si había reaccionado a su voz. Ahora, escuchar que estaba despierta y que preguntaba por ella era como abrir una ventana en medio de un cuarto oscuro.
Al entrar al cuarto, la vio. Teodora estaba recostada, más pálida de lo usual, pero con los ojos abiertos y una expresión serena en el rostro. Al ver a Valeria, sonrió con un gesto cansado pero lleno de ternura.
—Hijita… —susurró, con la voz ronca—. Pensé que te habías ido.
Valeria se acercó al borde de la cama, conteniendo las lágrimas.
—Nunca me iría, abuela. Estoy aquí. Contigo.
Gabriel se mantuvo a cierta distancia, respetuoso. Teodora lo vio y alzó ligeramente la mano.
—Gabrielito... ven. No seas tímido.
Él obedeció y se colocó junto al otro lado de la cama.
—Me alegra verte, doña Teodora. Está más fuerte de lo que pensé.
—No tanto como quisiera… pero aún tengo algo que decir —dijo ella, mirando a ambos con gravedad.
Valeria se alarmó.
—No hables mucho, abuela. Estás muy débil.
—Déjame hablar mientras tengo fuerzas —insistió ella—. Hay cosas que deben saberse. Secretos que no deben morir conmigo.
Los dos jóvenes se miraron. Teodora tomó aire con dificultad y habló con esfuerzo.
—Tu tío abuelo, Ernesto... él no es quien ustedes creen. Él fue quien obligó a tu padre a marcharse del Valle. Le tendió una trampa. Le hizo firmar papeles creyendo que vendía parte de la hacienda, pero en realidad le quitó todo.
Valeria sintió un escalofrío. Era la primera vez que escuchaba algo tan directo sobre su padre, cuya ausencia había sido siempre un hueco silencioso en su vida.
—¿Mi padre no nos abandonó? —preguntó ella, con la voz quebrada.
—No, hija. Tu padre amaba esta tierra, te amaba a ti y a tu madre. Pero cuando perdió todo, se fue buscando una forma de empezar de nuevo... y jamás volvió. Y yo... yo me callé. Me callé por miedo, por vergüenza. Pero ya no puedo llevar esa culpa a la tumba.
Valeria cayó en una silla. Gabriel puso una mano sobre su hombro, dándole apoyo.
—Tenemos que hacer algo —dijo ella, aún aturdida—. Esto no puede quedar así.
—Tienen que tener cuidado —susurró Teodora—. Ernesto aún guarda poder. Tiene amigos en la municipalidad, en los juzgados. Pero el puente... el puente guarda la promesa que ustedes hicieron. Y también la verdad.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Gabriel.
La anciana cerró los ojos, agotada.
—Pregunten por el cuaderno de Fausto. Mi esposo. Él lo escondió antes de morir... En el mirador... junto al puente de San Sebastián…
Y cayó en un sueño profundo, dejando a Valeria y Gabriel con la respiración contenida, sabiendo que aquel momento lo cambiaría todo.
Valeria permaneció sentada a los pies de la cama mientras la respiración pausada de su abuela llenaba el cuarto en penumbras. Su mente bullía con las palabras recién escuchadas. El nombre de su padre, la historia no contada, el cuaderno escondido… Todo cobraba un nuevo sentido.
Gabriel se inclinó hacia ella.
—¿Estás bien?
—No lo sé —respondió, frotándose la frente—. Todo lo que creía saber de mi familia… de mi historia… se ha desmoronado. No sé por dónde empezar.
—Sí sabes —dijo él con firmeza—. Empezamos por el cuaderno. Por el puente. No estás sola, Valeria.
Ella lo miró, con los ojos aún humedecidos, y asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Gracias, Gabriel. No sabes cuánto significa esto para mí.
Ambos salieron del hospital al atardecer. La luz dorada del sol bañaba los cerros y teñía de cobre los tejados de Valle del Milagro. El murmullo del río se mezclaba con los sonidos lejanos de la vida cotidiana: una radio encendida en una tienda, risas infantiles corriendo por las veredas, el canto de las aves escondidas entre los árboles del cafetal.
Caminaron en silencio por un rato, hasta llegar a la plaza central. Allí, Valeria se detuvo frente al quiosco de madera donde de niña solía comprar golosinas. Le vino a la memoria un recuerdo vívido: su abuelo Fausto sentado en una banca, con un cuaderno de tapas duras y una pluma antigua.
—Gabriel, ¿tú sabías algo de ese cuaderno?
Él asintió con lentitud.
—Mi padre me mencionó una vez que don Fausto llevaba registros de todo: cosechas, ventas, historias del valle. Era muy meticuloso. Pero no sabía que había escondido uno.
—Si está en el mirador junto al puente… —comenzó ella.
—Tendremos que buscarlo mañana temprano —terminó él—. Iremos al amanecer, antes que nadie más se entere.
A la mañana siguiente, aún con la neblina envolviendo las chacras y las orquídeas salvajes cubiertas de rocío, Gabriel y Valeria caminaron por el sendero empedrado que llevaba al puente colgante de San Sebastián. El aire estaba impregnado de humedad y de ese perfume inconfundible de la selva central: tierra fértil, flores silvestres, hojas frescas.