Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXIV

El sol comenzaba a inclinarse sobre el Valle del Milagro, pintando de tonos dorados los cafetales y haciendo brillar las hojas de los guayacanes como si fueran espejos naturales. El aire olía a tierra húmeda, a frutos maduros, a historias por contar.

Valeria contemplaba desde la ventana de la habitación de su abuela el ir y venir de las aves. El sonido constante del monitor cardíaco le recordaba que cada segundo era precioso, que cada respiración de Teodora era una ofrenda de amor. Desde el último episodio, la salud de la anciana se mantenía en una línea frágil, como un colibrí suspendido en pleno vuelo.

—Valeria —la voz rasposa de Teodora rompió el silencio—. Acércate, hija.

Ella dejó la taza de mate a un lado y tomó la mano arrugada que le tendía.

—¿Qué necesitas, abuela?

—No dejes que el miedo te robe la felicidad. La vida ya nos quita tanto… No le entregues también lo que amas.

Valeria tragó saliva. Aquellas palabras tenían un destinatario claro: Gabriel.

La relación con él había evolucionado en las últimas semanas. Tras las tensiones iniciales, los silencios incómodos y los recuerdos que dolían, habían encontrado momentos de ternura, de complicidad, incluso de risa. Pero había un muro que todavía los separaba: Don Ernesto.

—Gabriel vino esta mañana —dijo Teodora, como si pudiera leerle el pensamiento—. Me trajo limones dulces de su chacra. Dijo que eran para ti.

Valeria sonrió con dulzura.

—Ese hombre tiene corazón noble, Valeria. Lo he sabido siempre.

La enfermera se quedó en silencio. No era fácil explicarle a su abuela todo lo que había descubierto en los últimos días: los documentos antiguos, las cuentas de la hacienda de Don Ernesto, los rumores que señalaban una antigua traición familiar relacionada con las tierras del puente San Sebastián.

—Abuela… ¿puedo preguntarte algo?

—Siempre.

—¿Tú sabías lo que Ernesto hizo a papá?

Teodora tardó un momento en responder. Sus ojos grises, empañados por los años, se cerraron con dolor.

—Sabía parte… Lo suficiente para guardar silencio. Y me pesa.

Valeria sintió un estremecimiento en el pecho.

—¿Por qué nunca me lo dijiste?

—Porque temía que crecieras con odio, como él. Tu padre se fue con la pena de una traición que no merecía. Pero también me hizo prometerle que no dejaría que eso te contaminara.

—¿Y ahora?

—Ahora ya eres una mujer. Y tienes derecho a la verdad.

Valeria apretó los labios. Quería hacer justicia, pero también sentía que la sed de venganza solo la alejaría más de todo lo que estaba empezando a sanar.

En el camino de regreso a casa, Valeria se detuvo en el mirador del puente colgante de San Sebastián. Las últimas lluvias habían hinchado el río, y el rumor del agua era como un susurro constante.

De pronto, una figura familiar se recortó a contraluz. Gabriel estaba allí, con el viento despeinándole el cabello y los ojos clavados en el horizonte.

—¿Pensando en saltar? —bromeó ella suavemente, acercándose.

Gabriel giró y le sonrió con una mezcla de sorpresa y alivio.

—Solo contemplaba cómo fluye el río. Me recuerda a ti: fuerte, cambiante, imposible de contener.

Ella soltó una risa breve.

—Y tú sigues con esas frases que me desarman.

—No es mi culpa que te vea con los ojos del corazón.

Se quedaron en silencio. Valeria quiso decir muchas cosas, pero su voz parecía no encontrar salida.

—¿Sabes, Gabriel? Mi abuela me habló hoy de papá. Y de Don Ernesto.

Él bajó la mirada.

—Entonces ya sabes por qué me alejé.

—No —dijo ella, dando un paso hacia él—. Quiero que me lo digas tú.

Gabriel suspiró. El viento movía las hojas secas a sus pies.

—Tu tío abuelo me ofreció dinero para irme. Me dijo que si me alejaba de ti, él ayudaría a mi madre con la deuda de la chacra. Acepté. Era un muchacho sin recursos. Y tú… tú eras lo más importante. Quería salvarte de un escándalo. Me equivoqué.

—¿Nunca pensaste en decírmelo?

—Sí. Pero luego partiste. Y entendí que tu mundo era otro.

Valeria lo miró con ojos llenos de ternura y rabia contenida.

—Te amaba, Gabriel. Hubiera elegido quedarme contigo… incluso si eso significaba renunciar a otras cosas.

Él la miró, con los ojos empañados.

—¿Y ahora?

Ella se acercó un poco más. El puente crujió bajo sus pies, pero el mundo parecía haberse detenido.

—Ahora también te amo. Pero no pienso huir de nada. Esta vez, enfrentaremos juntos lo que venga.

Gabriel la tomó de la mano. El sol se ocultó tras las montañas, y una nube de guacamayos cruzó el cielo. Allí, en medio del Valle del Milagro, una antigua promesa empezó a renovarse.




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