Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXV

El sol de la tarde teñía de dorado las hojas de los cafetales. Valeria caminaba con paso firme por la vereda que conducía al puente colgante de San Sebastián. El crujir de la madera bajo sus pies la llevaba inevitablemente a recuerdos de infancia: las carreras con Gabriel, los juegos entre las begonias silvestres, las voces de sus padres resonando como ecos perdidos en el tiempo.

Habían pasado tres días desde que la abuela Teodora había sido dada de alta. Aunque su cuerpo aún lucía frágil, su espíritu se mostraba indomable. Sentada junto a la ventana de la casa, bordaba como si los hilos que sostenía fueran la trama misma de la vida que se negaba a soltar.

—No es el cuerpo lo que enferma —le había dicho esa mañana—, sino el corazón cuando guarda cosas que ya debieron haberse dicho.

Valeria sabía a qué se refería. El reencuentro con Don Ernesto no había sido sencillo. Aquel hombre, su tío abuelo, representaba todo lo que se había quebrado en la familia. Su figura imponente seguía recorriendo las haciendas como un patriarca incuestionable, pero la verdad ya no podía ocultarse más: sus decisiones pasadas, los silencios, los despojos, y ese rencor antiguo que había envenenado generaciones, estaban saliendo a la luz.

Gabriel la alcanzó en el camino. Traía la camisa ligeramente abierta, manchada con tierra y sudor, como si su vida entera estuviera tejida con los surcos de los campos.

—¿Vas al puente? —preguntó.

Valeria asintió con una sonrisa leve.

—Necesito pensar. El aire allá siempre me ayuda.

—¿Puedo acompañarte?

No necesitó responder. Gabriel ya caminaba a su lado, dejando que el silencio hablara por ellos. El río, debajo del puente, rugía con la fuerza de las últimas lluvias, y en sus aguas se reflejaba el cielo del atardecer como una promesa antigua.

—He estado pensando en lo que dijo tu abuela —dijo Gabriel al fin—. Sobre las cosas que se guardan demasiado tiempo.

Valeria se apoyó en la baranda del puente.

—¿Y qué has recordado tú?

Él respiró hondo.

—Que nos debíamos una conversación desde hace diez años. Que no fue solo la distancia lo que nos separó, sino el miedo. Yo me sentí traicionado cuando te fuiste sin despedirte.

—Y yo me sentí rota cuando supe lo de la carta —respondió ella.

Gabriel bajó la mirada, avergonzado.

—Mi madre... Ella la escondió. Creía que estaba protegiéndome. Yo no lo supe hasta que volviste.

Valeria tragó saliva. La vieja herida se reabría, pero ya no dolía con la misma intensidad. Quizás porque ahora podían hablarlo. Porque por fin estaban mirando en la misma dirección.

—¿Y ahora qué? —susurró ella.

—Ahora… quiero comenzar de nuevo —dijo Gabriel, acercándose con cautela—. No como si nada hubiera pasado, sino reconociendo todo lo que nos ha traído hasta aquí.

Se tomó un momento. Sus dedos rozaron los de ella sobre la baranda.

—¿Puedo?

Valeria asintió. El primer beso no fue una explosión, sino una caricia lenta, una llama que despertaba entre las sombras del tiempo. El río debajo no cesaba de hablar.

Ese fue solo el inicio. El capítulo continuará con los nuevos conflictos tras esta reconciliación, revelaciones familiares ligadas a Don Ernesto, y decisiones que pondrán a prueba el lazo entre Valeria y Gabriel.

La lluvia caía suave sobre el Valle del Milagro, como si el cielo supiera que era necesario purificarlo todo antes de dar paso a lo nuevo. Las hojas de los cafetales brillaban bajo las gotas, y el aroma a tierra mojada envolvía el aire con una intensidad que despertaba recuerdos dormidos.

Valeria observaba la lluvia desde la ventana de la casa de su abuela, con una taza de té de hierbaluisa entre las manos. Doña Teodora dormía en su habitación, recuperándose de una noche agitada. La enfermedad avanzaba lento pero constante, y aunque los cuidados médicos mantenían a raya lo peor, Valeria sabía que el tiempo que le quedaba junto a ella era un regalo que debía aprovechar.

Un golpe suave en la puerta la hizo girar. Gabriel entró sin esperar respuesta, empapado hasta los hombros, con el cabello pegado a la frente y los ojos brillantes como siempre que algo importante le cruzaba por el pecho.

—¿Estás bien? —preguntó, dejando el impermeable en el perchero junto a la entrada.

—Sí —respondió ella, esbozando una sonrisa débil—. Teodora está descansando. Hoy fue una mañana dura.

—¿Puedo verla?

—Claro. Pero no la despiertes, por favor. Está muy cansada.

Gabriel asintió y se acercó en puntillas a la habitación. Observó a la anciana con un respeto silencioso, como quien contempla la raíz de un árbol que sostiene toda la memoria del bosque. Luego regresó a la sala y se sentó frente a Valeria.

—He hablado con el ingeniero del Ministerio de Agricultura. Hay un proyecto que podríamos traer al Valle, pero necesitamos el respaldo de los comuneros y, bueno… también el de Ernesto.

Valeria frunció el ceño.

—¿Don Ernesto? ¿Él se interesa en algo más que su hacienda?




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