Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXVII

Gabriel no soltó su mano. El calor de sus dedos se extendía más allá de la piel, como un fuego antiguo que despertaba con suavidad. Afuera, el murmullo de las hojas volvía a hacerse presente, como un murmullo cómplice que envolvía la noche.

—¿Recuerdas el puente colgante? —preguntó él de pronto, con la voz teñida de nostalgia—. San Sebastián. Allí nos despedimos por última vez.

Valeria sonrió apenas, con un dejo de melancolía.

—Cómo olvidarlo. Tenía trece años y el corazón roto por no saber cómo decirte adiós.

—Y yo dieciséis, creyendo que eras demasiado pequeña para prometerte algo. Pero aun así… me prometí a mí mismo esperarte.

Ella apartó la mirada. El recuerdo era dulce, pero también dolía. El tiempo no había sido gentil con ellos, ni con sus caminos, ni con sus heridas.

—Han pasado tantas cosas, Gabriel —murmuró—. A veces siento que ya no soy la misma niña que se subía a los árboles para escuchar cuentos de mi abuela. Ni la misma que bailaba en las ferias del pueblo soñando con escapar a la ciudad.

Gabriel asintió, comprensivo.

—No eres la misma. Y yo tampoco lo soy. Pero eso no significa que no podamos encontrarnos de nuevo… como somos ahora.

Valeria lo miró largo rato. Sus ojos tenían esa profundidad que solo otorgan los años, la tierra y el silencio aprendido. Ya no era el muchacho impetuoso que corría descalzo entre las chacras. Era un hombre. Un hombre con sueños, cicatrices y un amor intacto.

—No me pidas que te dé una respuesta ahora —dijo ella con un nudo en la garganta—. Necesito cuidar a mi abuela. Necesito entender si puedo vivir en este valle de nuevo… sin sentir que abandono otra parte de mí.

—No te estoy pidiendo nada, Valeria —susurró él—. Solo que no te vayas sin mirar bien lo que hay aquí. No te vayas sin darte una oportunidad.

Ella asintió, sin responder. Su mano seguía en la de él cuando se levantaron para volver a la habitación de Teodora.

A la mañana siguiente, la abuela estaba más lúcida que en días anteriores. Valeria le llevaba un té caliente cuando Teodora la observó fijamente, con una media sonrisa.

—Te vi anoche —dijo con picardía—. No estoy ciega, niña. Gabriel tiene ojos para ti desde siempre.

Valeria se sonrojó como una adolescente.

—Abuela…

—No me niegues lo evidente. Ese hombre te ama. ¿Y tú?

Ella dejó la taza en la mesa y se sentó al borde de la cama.

—No sé si puedo dejar todo atrás, abuela. Mi trabajo en la ciudad… mi vida allá.

—¿Qué vida? ¿La que vivías sola, en un departamento gris, con turnos eternos y sin nadie que te esperara al volver?

Valeria se quedó en silencio. No podía discutir con la verdad, y su abuela siempre había sabido cómo llegar a ella sin rodeos.

—Tú perteneces aquí —dijo Teodora, acariciándole la mejilla—. A esta tierra, a su gente… a él.

La enfermera entró a revisar los signos vitales de la paciente, interrumpiendo la conversación. Pero las palabras de Teodora quedaron flotando en el aire como polen de flor silvestre: livianas, pero imposibles de ignorar.

Más tarde ese día, Gabriel la llevó a recorrer los campos de café en floración. El aroma envolvía el aire como perfume natural, y el verde infinito parecía querer abrazarlos.

—¿Sabías que cuando florecen así es señal de buena cosecha? —comentó él.

—No, pero lo sospechaba. Es como si todo el valle celebrara.

—O como si todo esperara por ti —añadió Gabriel, tomándola de la cintura con dulzura.

Valeria no se apartó. A pesar de sus miedos, había algo en ese instante que la hacía sentir segura. Él se inclinó y rozó su frente con la suya.

—¿Puedo besarte?

Ella asintió, apenas. Y él la besó con suavidad, como se besa a alguien que se ha esperado durante años, con ternura contenida, con reverencia. Fue un beso sin promesas, pero lleno de posibilidades.

El regreso al pueblo fue silencioso, pero no incómodo. Gabriel conducía por la carretera estrecha, bordeada de árboles frondosos y flores silvestres que solo florecían en esa época del año. Valeria observaba el paisaje con una calma nueva, como si recién comenzara a mirar su entorno con otros ojos, con un corazón distinto.

Al llegar al centro del Valle del Milagro, notaron una pequeña aglomeración frente a la alcaldía. Voces susurraban, algunas agitadas, otras indignadas. Gabriel detuvo el motor y bajaron del auto.

—Es por lo del terreno de los Paredes —murmuró una vecina al verlos acercarse—. Don Ernesto ha movido influencias para declarar nulas unas escrituras antiguas. Dicen que quiere tomar posesión inmediata.

Valeria sintió que el suelo le temblaba bajo los pies.

—¿De qué terreno están hablando? —preguntó, aunque ya intuía la respuesta.

—El de tu abuela. El de la finca que ella y tu madre cuidaron por años —contestó la mujer—. Ese hombre dice que tiene derechos como cabeza de familia, pero todos sabemos que solo quiere echar raíces para hacer negocios.




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