Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXVIII

La lluvia había cesado en el Valle del Milagro, dejando en su lugar un cielo limpio y una fragancia húmeda que envolvía los cafetales. El río rugía con fuerza contenida, como si la tierra quisiera recordarles que, en su memoria, también se guardaban secretos antiguos.

Valeria contemplaba desde el umbral de la casa las hojas brillantes de los cafetos y las begonias empapadas por el aguacero. El día anterior, Gabriel le había dicho algo que no podía borrar de su mente:

—Valeria, ¿y si todo este tiempo solo hemos estado huyendo de lo inevitable?

Ella no supo qué responderle entonces. Su corazón, tan cargado de dudas, comenzaba a escuchar una voz más profunda, más antigua: la de sus propias raíces. Pero antes de enfrentar sus sentimientos, debía enfrentar el pasado que su abuela guardaba con tanto celo.

Teodora la había llamado temprano aquella mañana. Sentada en su sillón de mimbre, cubierta con una manta color guinda, su voz sonó firme:

—Hija, ya es hora que sepas todo.

Valeria se sentó frente a ella, tomándole las manos arrugadas entre las suyas. Sentía el temblor suave, no solo de la edad, sino de la carga que estaba por liberar.

—¿Se trata de Don Ernesto? —preguntó con suavidad.

Teodora asintió con la mirada fija en un punto más allá de las paredes.

—Tu tío abuelo no siempre fue así. Hubo un tiempo en que fue bueno, trabajador, idealista. Pero el poder cambia a las personas. El Valle del Milagro le ofreció todo, y él lo tomó sin pensar en nadie más. Mi hermana, tu madre, lo descubrió demasiado tarde…

Valeria contuvo la respiración.

—¿Qué descubrió?

—Que Ernesto había firmado convenios ilegales con empresas que contaminaban los riachuelos. Tu madre quiso denunciarlo… y él… él la amenazó.

El mundo se estrechó de golpe alrededor de Valeria.

—¿Estás diciendo que... que mamá murió por su culpa?

—No puedo asegurarlo —susurró Teodora—, pero sí puedo decirte que después de aquel enfrentamiento, tu madre cambió. Tenía miedo. Y luego vino el accidente en la carretera...

La rabia se mezcló con un profundo dolor en el pecho de Valeria.

—¿Por qué nunca me dijiste esto?

—Porque eras una niña. Porque tu corazón merecía crecer sin rencores. Pero ya no eres esa niña. Eres una mujer valiente, y este valle... te necesita.

Valeria sintió entonces que la historia familiar se convertía en su responsabilidad. El Valle del Milagro no solo era su origen; ahora era también su causa.

—¿Y qué esperas que haga ahora, abuela? —preguntó Valeria, la voz cargada de emociones contradictorias—. ¿Que denuncie a Don Ernesto? ¿Que me enfrente a él sin pruebas?

—No te pido que lo enfrentes de inmediato —respondió Teodora con una serenidad adquirida con los años—. Pero hay algo que sí debes saber. En el baúl del desván... tu madre guardó copias de cartas y documentos. Yo los oculté cuando ella partió. No tenía el valor para actuar, pero tú… tú puedes hacerlo.

La decisión colgaba como una nube pesada sobre el corazón de Valeria. El desván le era familiar: los techos bajos, el olor a madera húmeda, las cajas cubiertas con mantas viejas. Subió las escaleras con una linterna y un temblor en las manos. Allí, entre una caja con cintas de danza y una antigua radio, encontró el baúl. Dentro, los papeles amarillentos aguardaban, envueltos en una carpeta con el nombre de su madre escrito en tinta azul: Rosa Paredes.

Comenzó a leer en silencio.

Cartas dirigidas al alcalde de entonces, notas con registros de pagos extraños a funcionarios, mapas con rutas por donde se habían desviado aguas limpias para las plantaciones privadas de Ernesto. Pruebas que su madre había reunido con paciencia y miedo.

Valeria bajó temblando. Gabriel estaba esperándola en la cocina, con una taza de café caliente entre las manos.

—¿Qué pasa? —preguntó al verla tan pálida.

Ella extendió los papeles sobre la mesa.

—Mi madre intentó detenerlo... y murió sin lograrlo.

Gabriel recorrió los documentos con la mirada tensa. Luego la miró a los ojos.

—Tenemos que hacer algo.

—Pero si nos enfrentamos a él… puede usar todo su poder para destruirnos.

Gabriel se acercó, tomándole las manos.

—Ya no estás sola, Valeria. No dejaré que te enfrentes a esto sin mí.

Ella bajó la mirada, conmovida por su lealtad. Años atrás, cuando partió sin despedirse, pensó que Gabriel olvidaría. Pero no lo hizo. Y ahora, cuando más lo necesitaba, él estaba allí, firme, cálido, comprometido.

—Hay algo más —añadió Valeria en un susurro—. Creo que este valle nos necesita a ambos. Pero también creo que… te necesito a ti.

Él sonrió con ternura.

—Valeria, desde que volviste, no ha pasado un solo día en que no lo haya sentido.

El silencio que los envolvió fue distinto. No era vacío. Era una promesa.




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