Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXIX

A la mañana siguiente, la casa de Teodora se llenó del aroma a hierba luisa y pan tostado. A pesar de su debilidad, la anciana insistió en tomar el desayuno en el comedor. Valeria la ayudó a sentarse, cuidando cada movimiento, mientras Gabriel servía el té con una delicadeza que no pasaba desapercibida.

—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó Teodora con una sonrisa fugaz.

Valeria la miró confundida.

—¿Miércoles?

—Es el aniversario de bodas de mis padres —dijo con voz nostálgica—. Se casaron en esta misma casa, cuando aún era de madera y los techos lloraban con la lluvia.

—¿Quieres que te llevemos al mirador? —sugirió Gabriel—. El aire fresco te haría bien.

Teodora lo miró con ternura.

—No necesito ir a ningún lado. Tengo todo lo que amo aquí… Y si el tiempo es corto, al menos sé que no estaré sola.

Hubo un silencio prolongado, pero no triste. Más bien, uno que envolvía a los tres como un manto de aceptación y amor.

Horas más tarde, el pueblo se revolucionó con una noticia que parecía increíble: el ingeniero Carrión había entregado a la municipalidad una denuncia formal, con documentos adjuntos y testimonio grabado. Mencionaba irregularidades que involucraban directamente a Don Ernesto Paredes en la ejecución de proyectos de infraestructura, especialmente en caminos rurales que nunca se construyeron.

El escándalo no tardó en difundirse. Algunos periódicos locales ya lo mencionaban en sus sitios web, y el canal de televisión regional prometía un reportaje para esa misma noche.

—¿Tú crees que va a reaccionar? —preguntó Valeria con el ceño fruncido, mirando el celular.

—Va a intentar defenderse, por supuesto —dijo Gabriel—. Pero esta vez no tiene tanto margen. Si el fiscal regional decide intervenir, será difícil que se salga con la suya.

Valeria no respondió. En el fondo, algo en ella se removía. Don Ernesto no era un hombre que aceptara perder sin luchar.

La reacción no tardó. Esa misma noche, un vehículo sin placas fue visto merodeando la zona donde vivía Teodora. Gabriel notó las luces desde la ventana del segundo piso.

—Quédate con tu abuela —le dijo a Valeria mientras bajaba las escaleras de dos en dos.

Al llegar al portón, el vehículo ya se había ido. Solo quedaban huellas de llantas frescas en el barro.

—¿Qué pasó? —preguntó Valeria, bajando a los minutos.

—Nos están vigilando.

—¿Crees que sea él?

—No tengo dudas.

Teodora, que los había escuchado desde la sala, habló con voz clara:

—Esto se acabará pronto, pero deben tener cuidado. Ernesto no se resignará. Lo conozco.

Al día siguiente, Teodora pidió salir al jardín. Valeria la ayudó a sentarse bajo el árbol de guayusa, cuyas hojas se mecían con suavidad.

—Te traje una manta, abuela —dijo, cubriéndola.

—Gracias, hijita. Aquí quiero estar. Quiero sentir el aire del valle, una vez más.

Gabriel se acercó con una taza de agua y se sentó en el banco frente a ellas. Teodora lo miró largamente.

—Tú la amas, ¿verdad?

Gabriel se quedó en silencio.

—Sí —respondió, sin rodeos.

—Entonces cuídala. Y no dejes que el rencor de esta tierra les robe lo que han construido.

Valeria tomó la mano de su abuela con fuerza. Las lágrimas le caían sin esfuerzo.

—No digas esas cosas, por favor.

—Mi niña… el corazón también se cansa. El mío ha dado todo. Pero tú… tú aún tienes tanto por vivir.

Teodora cerró los ojos. Y por un instante, solo se escucharon las hojas y el canto de un tucán solitario.

Ese mismo día, la fiscalía regional ordenó la inmovilización de cuentas vinculadas al proyecto de obras viales del distrito. Don Ernesto Paredes fue citado a declarar. La comunidad del Valle del Milagro despertaba al fin de un largo letargo.

Esa noche, Valeria y Gabriel velaron a Teodora, que dormía profundamente. El rostro de la anciana se veía en paz.

—¿Sabes algo? —dijo Gabriel—. A veces me imagino que todo esto es una película, y que al final tú y yo nos subimos a una lancha y nos vamos río arriba. Sin mirar atrás.

Valeria sonrió entre lágrimas.

—Si te vas sin mí, te jalo del cuello.

—Entonces será contigo, siempre.

Se tomaron de la mano. Afuera, el cielo se abría con estrellas. Y en medio del silencio, el corazón de Teodora seguía latiendo, suave, pero constante. Como una promesa que aún debía cumplirse.

La tarde caía con suavidad sobre el Valle del Milagro, tiñendo el cielo de un gris melancólico que anunciaba una de esas lluvias de junio, tibias y persistentes, que mojaban la tierra sin rabia, como si la acariciaran. Valeria miraba por la ventana del hospital, el rostro bañado en esa luz tenue, mientras escuchaba el sonido regular del suero que goteaba junto al lecho de la abuela Teodora.




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