Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXX

Valeria pasó la noche en vela. La lluvia no cesaba, como si el cielo también guardara luto por las verdades que salían a la luz. Sentada en el borde de su cama, con la caja de madera abierta frente a ella, repasaba las cartas una y otra vez. Algunas estaban incompletas, otras firmadas solo con iniciales. Había una especialmente inquietante:

"No permitiremos que la verdad salga a la luz. Ni tú ni yo queremos ver a esta familia destruida. Ella debe partir. Debe olvidar."

¿De quién hablaban? ¿Quién debía partir?

Fue entonces cuando comprendió que su madre había sido enviada lejos no solo por razones de salud, como le habían hecho creer, sino para evitar un escándalo que implicaba directamente a don Ernesto.

Al día siguiente, Gabriel llegó temprano al hospital. Encontró a Valeria en la sala de espera, con el rostro cansado y una carpeta entre las manos.

—¿Dormiste algo? —preguntó él, acercándose.

Ella negó con la cabeza.

—Leí cosas que cambiaron mi forma de ver todo. Gabriel… necesito saber algo.

—Lo que quieras.

—¿Tu madre fue enviada lejos por los Paredes?

Él guardó silencio unos segundos. Luego asintió.

—Sí. Yo era un niño, pero recuerdo el día que se la llevaron. Mi madre estaba embarazada… y no querían que naciera el hijo de un jornalero. Según don Ernesto, eso “ensuciaba la sangre”.

Valeria se cubrió la boca, horrorizada.

—¿Y Teodora? ¿Ella también estuvo de acuerdo?

—No lo sé —respondió Gabriel, con pesar—. Pero cuando regresamos al Valle del Milagro años después, ella fue la única que nos dio la cara. Nos ofreció trabajo, techo. Creo que lo hizo para reparar algo.

Valeria asintió, con lágrimas en los ojos. Toda su vida creyó que la historia de su familia era una cosa. Ahora, el tejido se deshacía para revelar una verdad más cruda, más humana.

—Gabriel, ¿tú me perdonas?

Él se sorprendió.

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—Por dudar de ti. Por dejarme llevar por los rumores. Por no luchar contigo desde el principio.

Gabriel la abrazó entonces, en medio de la sala de espera, con la intensidad de quien abraza a su hogar.

—Yo te esperé, Valeria. Como dijo tu abuela… supe esperar.

Días después, cuando Teodora fue dada de alta, Valeria la llevó de vuelta a casa. Aunque estaba más débil, su espíritu parecía más liviano.

Una tarde, mientras descansaban en la terraza, Valeria le confesó:

—Le dije a Gabriel que lo amo.

Teodora sonrió, con los ojos cerrados, disfrutando del sol tibio.

—Ya era hora. Tu madre también luchó por amor. Aunque… no le permitieron ganarlo.

—Yo no quiero repetir esa historia, abuela.

—Entonces no la repitas —dijo la anciana, con voz firme.

Unas semanas más tarde, los vecinos del Valle del Milagro fueron testigos de un hecho insólito: don Ernesto Paredes, siempre altivo y reservado, convocó a una reunión en la plaza principal.

Gabriel, Valeria y Teodora estuvieron allí.

—Hoy quiero pedir perdón —dijo don Ernesto, ante el asombro de todos—. A mi familia. A los Aquino. Y a este pueblo. Por años cargué con secretos y decisiones injustas. No puedo cambiar el pasado, pero sí puedo intentar enmendar el presente.

El silencio fue total. Algunos aplaudieron, otros bajaron la mirada. Pero Valeria, en ese momento, comprendió que algo se había roto. Y en su lugar, comenzaba a crecer otra cosa.

Una nueva historia.

El murmullo entre los asistentes fue creciendo poco a poco. Algunos no sabían si aplaudir o retirarse sin mirar atrás. El peso del apellido Paredes había marcado a muchas familias del Valle del Milagro durante décadas, y no era fácil dejarlo ir.

Gabriel permanecía de pie junto a Valeria, con el rostro tenso. El perdón de su enemigo no borraba los años de humillación, pero tampoco podía negar que ese gesto era el comienzo de algo. Tal vez no de reconciliación, pero sí de dignidad.

Don Ernesto descendió del estrado improvisado, caminando con paso lento entre los presentes. Al llegar frente a Gabriel, alzó la vista.

—No espero que me perdones —dijo en voz baja—. Pero quiero decirte que tu madre mereció mejor trato. Lo que pasó fue una injusticia… una que cargaré hasta el final de mis días.

Gabriel no respondió de inmediato. Miró a Valeria, quien le asintió con los ojos humedecidos. Luego respondió:

—Yo no vivo para odiar. Pero tampoco olvido.

Don Ernesto asintió en silencio y se alejó. Su figura encorvada desapareció entre la multitud mientras el atardecer comenzaba a teñir el cielo de un naranja suave.

Esa noche, Valeria y Gabriel se sentaron en el viejo puente colgante de San Sebastián. El mismo que, según las leyendas del pueblo, guardaba secretos de generaciones enteras.




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