Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXXI

El amanecer en el Valle del Milagro parecía más dorado que de costumbre. Un aire espeso, cargado de presagios, envolvía la casona de los Paredes. El sol se colaba entre los pliegues de las montañas, salpicando de luz los cafetales y los caminos aún húmedos por el rocío. En la habitación principal, Teodora reposaba con la respiración acompasada, su rostro sereno bajo la colcha tejida a mano por las mujeres del pueblo. Valeria se hallaba a su lado, sentada con la espalda recta, observando con ternura a su abuela, cuya salud parecía estabilizarse lentamente.

—Abuela… —susurró—. Me prometí que no te volverías a ir de mi vida. Y no pienso romper esa promesa.

Teodora abrió lentamente los ojos, y su mirada, aunque cansada, mantenía esa chispa viva que caracterizaba a las mujeres del Valle.

—¿Sigues aquí, hijita? —dijo con voz débil, pero clara—. A veces pienso que estoy soñando.

Valeria le tomó la mano con suavidad.

—No es un sueño. Estoy aquí para quedarme.

Ambas se miraron en silencio, compartiendo el peso del pasado y la esperanza del futuro. En ese instante, los pasos de Gabriel se escucharon en el corredor. Tocó levemente la puerta antes de asomarse.

—Buenos días, señora Teodora —saludó con una sonrisa cálida—. Traje un poco de jugo de carambola y avena. Le hará bien.

—Tan atento como siempre, Gabrielito —respondió la anciana, recibiendo el vaso con manos temblorosas—. Eres como un nieto para mí.

Valeria sintió cómo su corazón se apretaba. Gabriel le guiñó un ojo discretamente, y ella le respondió con una sonrisa tímida. Había en ese gesto cotidiano algo profundamente íntimo, una complicidad que volvía a tejerse entre ellos.

Luego, mientras Teodora descansaba, Valeria y Gabriel salieron al huerto. El perfume de las flores del achiote flotaba en el aire, y los árboles de guayaba ofrecían su sombra generosa. Allí, junto a las plantas que su abuelo había sembrado décadas atrás, la conversación derivó hacia temas más profundos.

—¿Tú crees que podamos volver a empezar? —preguntó Valeria, rompiendo el silencio—. No hablo solo de nosotros, sino de este lugar… de todo lo que hemos perdido.

Gabriel, con la vista fija en las montañas, respiró hondo antes de responder.

—He pensado mucho en eso. Lo cierto es que el Valle no será nunca como antes. Pero tampoco debe serlo. Podemos reconstruirlo con lo mejor de lo que fue… y con lo mejor de lo que soñamos.

Valeria lo miró con un brillo renovado en los ojos. Ya no era la niña que se escondía tras las faldas de su abuela ni la joven que huyó del dolor. Era una mujer que comenzaba a encontrar sentido en sus raíces.

—¿Y nosotros? —insistió, casi en un susurro.

Gabriel desvió la mirada hacia ella. No dijo nada al principio. Solo le tomó la mano, como si aquella acción fuese más elocuente que cualquier palabra. Y lo fue.

Valeria se quedó en el pasillo, mirando la puerta de la habitación donde Teodora descansaba. El eco de las palabras del médico aún resonaba en su mente: "Está estable, pero necesita tranquilidad. Los próximos días serán decisivos."

El silencio del hospital se hizo más pesado que nunca. Gabriel se acercó lentamente y le tomó la mano con suavidad. Ella no se resistió.

—Todo va a salir bien —le susurró él.

—Lo dices como si pudieras prometerlo —respondió ella, con un tono quebrado pero sin soltar su mano.

—No puedo prometerlo, pero voy a estar aquí —afirmó con una sinceridad que la desarmó.

Caminaron juntos por los jardines que rodeaban el hospital, donde algunas flores de heliconia y lirios del Amazonas crecían desordenadamente, como si la selva buscara recuperar su espacio. A pesar del ambiente tenso, había una belleza indomable en ese rincón del Valle del Milagro.

—¿Te acuerdas del puente colgante? —preguntó Gabriel de pronto.

—Claro —respondió Valeria, esbozando una sonrisa. Se sentaron en una banca de madera bajo un viejo árbol de guaba—. Ahí hicimos una promesa. Tú dijiste que ibas a quedarte a transformar la tierra, y yo prometí volver.

—Y aquí estamos.

—Aquí estamos —repitió ella, bajando la mirada.

Por un instante, el mundo pareció detenerse. El viento movió las hojas y Gabriel, sin decir palabra, deslizó su mano por la mejilla de Valeria. Ella lo miró con una mezcla de miedo y anhelo.

—Valeria —murmuró él—, no quiero perder esta oportunidad otra vez.

—Yo tampoco —respondió ella, y por fin sus labios se encontraron, sin prisas, con la delicadeza de quien redescubre lo que siempre estuvo ahí.

Pero la tregua no duraría mucho. Esa misma tarde, Don Ernesto apareció en el hospital con un ramo de flores para Teodora. A simple vista, parecía un gesto cortés. Pero Valeria sabía que su tío abuelo no daba puntada sin hilo.

—Querida sobrina, ¿cómo está la anciana? —preguntó con una sonrisa helada.

—Recuperándose —respondió Valeria sin molestarse en fingir cordialidad—. ¿A qué has venido, Ernesto?

—Solo a ver cómo sigue. La familia es la familia.




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