Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXXII

El amanecer en el Valle del Milagro fue distinto esa mañana. El canto de las aves entre los árboles de guaba y pacay sonaba más vibrante, como si el bosque también celebrara la recuperación de Teodora y el pequeño respiro que Valeria y Gabriel se habían permitido.

Pero en las calles del centro del Valle, las noticias no tardaban en correr. En la radio local se hablaba con sospecha de movimientos de tierras en el límite con la quebrada del Cedro, una zona rica en recursos y protegida por una resolución comunal. Y el nombre de Don Ernesto Paredes había empezado a circular entre murmullos.

Gabriel lo confirmó cuando esa misma mañana recibió la visita de Tito, un agricultor veterano, al que muchos respetaban.

—Ayer pasé por el límite con la quebrada —le dijo en voz baja, sentado junto a él en el puesto del mercado—. Hay maquinaria entrando por la parte norte. No es de nadie del Valle. Pero el que firmó el permiso... es Don Ernesto.

Gabriel apretó los puños.

—¿Y los comuneros?

—Algunos aceptaron “la oferta”, otros tienen miedo. Pero si tú hablas, muchos te escucharán. Especialmente ahora que estás con la nieta de Doña Teodora.

Gabriel asintió en silencio. Lo que antes había sido un conflicto de intereses ahora era un asunto de dignidad y justicia.

Mientras tanto, Valeria estaba con su abuela, quien ya se encontraba sentada en la camilla del hospital, más despierta y firme. La luz que entraba por la ventana iluminaba su rostro envejecido pero fuerte.

—Hay algo que necesito decirte —dijo Teodora con voz pausada—. Hace muchos años, cuando tu madre aún era pequeña, tu tío Ernesto quiso quedarse con estas tierras. Lo detuve como pude. Pero ahora que me siento frágil, temo que vuelva a intentarlo.

—Lo está haciendo, abuela —respondió Valeria con tristeza—. Está comprando tierras a escondidas, manipulando a la gente.

Teodora cerró los ojos un momento.

—Entonces llegó el momento de hablar. De convocar a todos y decir la verdad.

—¿Te sientes con fuerza para eso?

—No, pero tú sí. Y tienes a Gabriel. No están solos.

Valeria la abrazó con ternura, con un nudo en la garganta.

—No vamos a dejar que destruya este lugar.

Esa misma tarde, en la plaza del pueblo, se organizó una reunión comunal. Las bancas estaban ocupadas por agricultores, madres con niños en brazos, jóvenes estudiantes y ancianos que aún recordaban el nombre de Teodora con respeto.

Gabriel fue el primero en hablar. Su tono no era encendido, pero sí claro y firme.

—Estamos aquí para defender el Valle del Milagro. No solo es nuestra casa. Es nuestra historia. Nuestra herencia.

Mostró documentos, mapas, y señaló las zonas donde se habían firmado tratos sin consulta ni transparencia.

—Estos permisos —continuó— llevan la firma de Don Ernesto Paredes. Y si no alzamos la voz ahora, mañana será demasiado tarde.

Valeria subió al estrado improvisado y sostuvo el micrófono con manos seguras.

—No hablo solo como nieta de Teodora. Hablo como alguien que también se fue un día. Que vio otros lugares, otras formas de vida. Pero nada me llenó como este lugar. El Valle no necesita ser vendido ni explotado para tener futuro. Solo necesita ser cuidado. Necesita que sus hijos lo defiendan.

La multitud estalló en aplausos.

Entonces, entre la gente, se hizo presente Don Ernesto. Con su traje impoluto y su habitual gesto de suficiencia, cruzó la plaza como si nada pudiera tocarlo.

—Qué conmovedor todo esto —dijo con sarcasmo—. Pero están equivocados. Lo que hago es por el desarrollo. Para que este valle no se quede estancado. ¿Quieren seguir cultivando guayaba y café mientras el mundo avanza?

—Queremos vivir con dignidad —le respondió Gabriel—. No a costa de perder lo que somos.

—¡Usted no representa al Valle! —gritó una mujer—. ¡Solo busca su propio beneficio!

Otros comenzaron a levantar la voz, señalándolo con indignación.

Ernesto intentó replicar, pero ya nadie lo escuchaba. El pueblo había despertado.

Horas después, en casa de Teodora, Gabriel y Valeria se encontraban sentados frente al fogón donde hervía una infusión de hojas de menta y toronjil. La noche ya había caído, y afuera las chicharras comenzaban su concierto nocturno.

—Hoy cambió algo —dijo Gabriel, mirando el fuego.

—Sí. Ya no tenemos miedo.

—Y tú… —añadió él—, tú también cambiaste. Estás más decidida, más fuerte.

Valeria lo miró, emocionada.

—Es que ya no estoy sola. Y cuando una mujer no está sola, todo se vuelve posible.

Gabriel sonrió y acercó su silla.

—¿Sabes? A veces me preguntaba si eras real, o solo una imagen de esos días felices cuando nos escapábamos al puente y tú cantabas bajito mientras recogías maracuyás silvestres.

—Yo también me lo preguntaba —susurró Valeria—. Pero ahora sé que esto es real. Que tú eres real.




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