Durante los días siguientes, la casa de Teodora se convirtió en un centro de reuniones. Agricultores, jóvenes del colectivo ambiental, antiguos trabajadores del cafetal y hasta comerciantes del mercado de Quimiri comenzaron a aparecer uno tras otro. Valeria, aunque sobrepasada por momentos, sintió por primera vez que la lucha no era solo suya.
—Gabriel, ¿tú crees que podamos lograrlo? —preguntó mientras ambos acomodaban sillas en el corredor trasero, donde el aire era más fresco y el aroma del cafeto aún persistía.
Él se detuvo un momento para mirarla.
—Yo no estaría aquí si no creyera en ti, Valeria. —Luego bajó la voz—. Pero también creo que este valle merece que se le devuelva la dignidad que Don Ernesto le ha robado poco a poco.
Valeria asintió, conmovida por sus palabras. Gabriel no hablaba con frecuencia de sus sentimientos, pero cuando lo hacía, cada palabra tenía peso.
Esa noche, después de que la última reunión terminara, se quedaron sentados en el jardín. La luna iluminaba los árboles de guayaba que bordeaban la quebrada, y el canto de las chicharras llenaba el aire como una melodía familiar.
—Te quiero contar algo —dijo Gabriel, rompiendo el silencio.
Valeria lo miró con atención.
—¿Qué cosa?
—Cuando era niño, mi papá me traía a este mismo jardín —comenzó, mirando las sombras entre las plantas—. Me decía que el Valle del Milagro tenía alma propia. Que si uno se quedaba en silencio el tiempo suficiente, podía oír su voz entre las hojas.
Valeria sonrió.
—Tu papá tenía razón.
—Nunca imaginé que volvería aquí… ni que encontraría tanto —agregó, con la mirada fija en ella.
Ella bajó la vista, pero no apartó su mano cuando él la tomó.
—Yo tampoco lo imaginé —murmuró.
Fue un momento simple, sin promesas ni grandes declaraciones, pero en ese silencio compartido, algo entre ellos se afirmó. Como si las raíces que Gabriel mencionaba los estuvieran atando, lentamente, al mismo lugar… y al mismo destino.
Al día siguiente, recibieron la visita inesperada de Julia Rivera, la nueva jefa de la oficina del Ministerio del Ambiente en Chanchamayo.
—He leído su informe preliminar —dijo, mientras examinaba los planos del cafetal, ahora extendidos sobre la mesa de comedor—. Tienen un proyecto sólido. Integrar la conservación ambiental con la producción de café sostenible y turismo vivencial es una buena base.
Valeria no pudo evitar sonreír.
—¿Entonces nos apoyará?
Julia asintió, aunque con cautela.
—Mi oficina puede emitir un informe favorable y presentar su plan en Lima. Pero necesitarán pruebas sólidas de que el área en disputa tiene valor ecológico y que su gestión comunal será sostenible.
Gabriel intervino.
—Podemos conseguir eso. Hay biólogos dispuestos a colaborar. También contamos con testimonios de la comunidad.
—Entonces trabajen rápido —advirtió Julia—. Si el terreno es vendido antes de que el plan sea aprobado, será difícil revertir la decisión.
Después de que Julia se marchara, Valeria se sintió más decidida que nunca. Abrió su laptop y escribió una nueva entrada en su blog, acompañada de fotografías del cafetal, los rostros de los agricultores y una toma del río cruzando bajo el puente San Sebastián.
“Cuando la tierra habla, hay que escucharla con el corazón. En el Valle del Milagro, no se trata solo de café o flores. Se trata de quienes cuidan el suelo con sus manos y los que lo recuerdan con sus sueños.”
Gabriel se asomó detrás de ella y leyó en silencio.
—Eso es lo que necesitábamos.
—¿La publicación?
—No. Tu voz.
La publicación de Valeria en el blog no tardó en hacerse viral. En cuestión de horas, comenzaron a llegar mensajes de apoyo desde distintos puntos del país. Agricultores de otras zonas, estudiantes de universidades de Lima, incluso turistas que alguna vez visitaron el Valle del Milagro compartieron la entrada con comentarios llenos de emoción y nostalgia.
—Está funcionando —dijo Gabriel, leyendo desde su celular—. Hay gente pidiendo al Ministerio que intervenga. Algunos ofrecen apoyo técnico. Otros quieren conocer el cafetal.
Valeria, sentada frente a la computadora, sintió un calor reconfortante en el pecho. No solo estaban defendiendo una herencia familiar, sino también un símbolo colectivo.
Sin embargo, la respuesta de Don Ernesto no tardó en llegar. La mañana siguiente, el abogado del tío abuelo se presentó con una carta notarial: notificaban a Valeria de su desalojo formal en un plazo de treinta días.
—Esto no va a detenernos —dijo Gabriel, apretando los puños.
Valeria, en cambio, se quedó en silencio largo rato, observando el sello del abogado, el membrete imponente y la firma familiar de Ernesto Paredes.
—Él no va a detenerse, Gabriel. No le importa el valle ni lo que significa. Para él, esto siempre ha sido un juego de poder.