Las primeras luces del amanecer se filtraban entre las hojas húmedas del cafetal, y el Valle del Milagro despertaba con su habitual sinfonía de trinos y brisa tibia. Valeria observaba el cielo desde la ventana de la habitación de su abuela, ahora más tranquila después de los últimos días de crisis. El hospital de San Sebastián, aunque modesto, había sido un bastión silencioso de esperanza.
Teodora, con la mirada más despierta y los pómulos ligeramente encendidos por la fiebre en retirada, extendió su mano.
—Hijita, siéntate un ratito a mi lado —dijo con la voz todavía ronca pero dulce.
Valeria se acercó sin dudar. Acarició la frente de su abuela y le sonrió.
—¿Cómo te sientes hoy, mamita Teo?
—Más viva que nunca —respondió con una sonrisa débil pero sincera—. Y con el corazón más ligero.
El silencio que siguió estuvo cargado de significados. Valeria sabía que su abuela tenía algo que decir. Lo notaba en la forma en que le apretaba los dedos, en la insistencia de su mirada.
—Es hora de que sepas ciertas verdades —dijo al fin la anciana—. Sobre tu madre, sobre tu tío Ernesto… sobre ti.
Valeria contuvo el aliento. Gabriel, que había entrado con una taza de café para ambas, se detuvo al escuchar aquellas palabras.
—¿Verdades? —preguntó Valeria, sin soltar la mano de su abuela—. ¿Qué clase de verdades?
Teodora se incorporó con esfuerzo y miró a Gabriel.
—Quédate, hijito. Esto también te concierne.
Gabriel asintió y se sentó en la silla frente a la cama. La brisa movió suavemente la cortina, y por un instante pareció que todo el hospital se había quedado en silencio.
—Tu madre, Valeria —comenzó Teodora—, no se fue por voluntad propia. Fue obligada. Ernesto… él la chantajeó con algo que jamás debió haber salido a la luz. Algo que le hizo creer que tú estarías en peligro si no obedecía.
Valeria sintió un nudo en el estómago.
—¿Qué cosa?
—Una deuda de tu padre, una historia de tierras robadas y documentos falsificados que Ernesto guardó como un tesoro para manipularnos a todos. Tu madre lo descubrió y quiso enfrentarlo. Pero él fue más rápido.
Gabriel, con el ceño fruncido, interrumpió:
—¿Y por qué Teodora nunca denunció nada?
—Porque temíamos por la vida de Valeria —respondió la anciana con voz quebrada—. Ernesto tenía contactos, poder… y un rencor que lo volvió peligroso.
Valeria sentía cómo las piezas del pasado se acomodaban, cómo cada gesto, cada ausencia, cobraban un nuevo sentido.
—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Aún tiene ese poder?
Teodora suspiró.
—Ha perdido aliados. Pero no ha perdido su orgullo ni su terquedad.
Gabriel tomó la mano de Valeria.
—Ya no estás sola, Valeria. Esta vez no vamos a permitir que siga destruyendo lo que no le pertenece.
Valeria lo miró, y en sus ojos encontró una fuerza que se parecía al amor.
—Entonces iremos hasta el final —dijo ella, con firmeza—. Por mi madre, por ti, por todos.
—Y por este valle —agregó Gabriel—. Porque si hay algo que merece renacer, es la verdad.
La mañana avanzaba con la tibieza del sol filtrándose entre las copas altas de los guabas y cedros. Gabriel y Valeria salieron del hospital tomados de la mano, como si esa revelación los hubiese unido más allá de cualquier duda. En la plaza de San Sebastián, los niños jugaban cerca del puente colgante que cruzaba el río tumultuoso, y un grupo de señoras tejía sentadas bajo la sombra de un achiote.
—¿Te das cuenta de todo lo que ha pasado en tan poco tiempo? —dijo Valeria, mirando las aguas correr bajo el puente.
—Sí. Pero lo que más me importa es lo que viene —respondió Gabriel—. No quiero que vivamos bajo el miedo ni el pasado.
Valeria lo observó de reojo. Él tenía esa calma firme que siempre la desarmaba. Ella apoyó su cabeza en su hombro.
—Quisiera poder confiar en que esto se solucionará pronto, pero sé que no será fácil.
—Lo sé —Gabriel besó su frente con ternura—. Por eso quiero que volvamos a la chacra. Hay algo que debo mostrarte.
—¿Ahora?
—Sí. Confía en mí.
Subieron a la camioneta de Gabriel y tomaron el camino de tierra que se abría entre cafetales y platanales. El aire olía a tierra húmeda, y mariposas azules cruzaban el sendero como destellos de esperanza.
Llegaron a la antigua casa que perteneció a los padres de Gabriel. Al bajar, Valeria se quedó inmóvil. Allí, junto a la entrada, crecía una bugambilia roja. Era la misma flor que ella recordaba de su adolescencia, donde él le había robado el primer beso.
—¿La sembraste tú?
—Después de que te fuiste. Era la única manera de mantener viva la esperanza de que algún día volverías.
Valeria sintió que algo dentro de ella se aflojaba, una herida antigua cerrándose con el bálsamo de aquella confesión.