El Valle del Milagro despertó con una noticia que corrió como pólvora entre chacras, mercados y plazas: Don Ernesto Paredes había sido citado a declarar formalmente ante la Fiscalía por delitos de apropiación indebida y falsificación de documentos. La noticia, aunque esperada por muchos, cayó como un trueno en la tranquila mañana. No faltaron quienes se persignaron al escucharla. Otros, en voz baja, lo celebraron con un suspiro contenido.
Valeria, sentada en el comedor de la casa de su abuela, no podía evitar la mezcla de sensaciones que la embargaban. Gabriel llegó temprano, como cada día desde que habían iniciado su relación con más claridad y decisión.
—¿Has visto los periódicos? —preguntó, dejando un ejemplar sobre la mesa—. “Investigación a terrateniente por usurpación de tierras ancestrales”. No lo nombran directamente, pero todos saben que es él.
Valeria bajó la vista al titular. A su lado, Teodora, más lúcida y fuerte desde su última crisis, mascaba hojas de menta y observaba con atención.
—Ese hombre nunca pensó que alguien le haría frente —dijo la anciana—. Pensó que podía aplastar a todos con dinero y miedo. Pero lo que no tiene es corazón. Y eso, hijita, eso lo pierde.
Gabriel asintió. Luego se acercó a Valeria y le acarició el cabello.
—Hoy vienen los ingenieros de la Dirección Agraria. Vamos a delimitar los terrenos que ya figuran en nombre de la comunidad. Sin trampas.
Valeria sonrió. El rostro de Gabriel tenía esa expresión decidida que tanto la conmovía. Había cambiado. Todos estaban cambiando.
—Voy contigo —dijo—. Quiero ver cómo el valle empieza a curar sus heridas.
La jornada fue larga. Bajo el sol del mediodía, funcionarios con chalecos verdes, mapas y GPS caminaron los linderos de varias parcelas, acompañados por comuneros, ancianos sabios, jóvenes agricultores y mujeres artesanas. Valeria tomaba fotografías, Gabriel explicaba procesos, y la comunidad, por primera vez en mucho tiempo, sentía que recuperaba lo suyo.
Al final del día, cuando el equipo se retiró, la gente organizó una pequeña celebración improvisada en la plazuela. Hubo té de limón, panes de yuca y danzas típicas. Algunos jóvenes tocaron quenas, otros improvisaron tambores con latas recicladas.
Valeria miró a Gabriel con ternura.
—Parece una fiesta de San Juan adelantada.
—O una celebración de cosecha. Pero esta vez la cosecha es justicia —respondió él.
Teodora, sentada en una banca, los miraba con ojos brillosos. El alcalde del distrito se acercó y le ofreció el brazo para saludarla.
—Doña Teodora, gracias por su ejemplo. Su valentía inspiró todo esto.
La anciana apretó con fuerza su bastón tallado a mano.
—Yo solo conté la verdad, alcalde. La verdad de nuestros abuelos. Ustedes hicieron lo demás.
Esa misma noche, en la casona de Ernesto, la tensión era palpable. Dos abogados discutían entre sí, mientras el hombre mayor, sentado en su sillón de cuero, bebía un licor oscuro con manos temblorosas.
—La prensa lo sabe todo —decía uno de los abogados—. Y tenemos una citación judicial para la próxima semana. Será público.
—Tienen pruebas, Ernesto —añadió el otro—. Incluso una carta manuscrita suya, donde ordena la desaparición de ciertos documentos.
El rostro del terrateniente se contrajo. No era solo la rabia: era el miedo. El miedo al descrédito, al castigo, al olvido. A perderlo todo.
—¿Y la gente del valle?
—Están con Gabriel y Valeria. El pueblo está con ellos.
Ernesto cerró los ojos por un segundo, como si no pudiera aceptar lo evidente. En su mente, aún era el amo del Valle del Milagro. Aún creía que una orden suya bastaba para torcer destinos.
—Entonces haré lo que siempre supe hacer —murmuró—. Negarlo todo.
En la casa de Teodora, la noche fue distinta. Gabriel y Valeria ayudaban a preparar los remedios naturales que la anciana aún enseñaba a las mujeres del valle. Hojas de achiote, cortezas de guayacán, flores de ishpingo.
—Mañana iré al centro comunal con doña Irma —dijo la abuela—. Quiero dejar por escrito lo que sé. Mi memoria está despierta, y mi deber es hablar.
Valeria le tomó la mano.
—Eres increíble, abuela.
Teodora la miró con esa serenidad que solo da el tiempo.
—No, hijita. Solo soy una mujer que ama su tierra.
Gabriel la observó con respeto. Siempre había sentido admiración por la anciana, pero ahora la veía como un símbolo viviente de resistencia.
Más tarde, ya a solas, Valeria y Gabriel caminaron bajo la luz de la luna hasta el puente colgante de San Sebastián. Era su lugar. Aquel donde tantas cosas habían comenzado. Donde se habían dicho adiós y luego reencontrado.
—¿Te acuerdas de la promesa que hicimos aquí cuando éramos adolescentes? —preguntó él.
—Claro que sí. Que si el destino nos separaba, nos volveríamos a encontrar aquí, junto al río.
—Y aquí estamos.