Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXXVII

El cielo amaneció teñido de un azul profundo, y el aire olía a tierra húmeda, a café recién tostado y a los árboles que despertaban en la selva con susurros de viento. Valeria abrió la ventana de la habitación en casa de su abuela y respiró hondo. En la lejanía, el sonido del río resonaba como un murmullo constante, envolviendo todo con una calma antigua.

Teodora seguía estable en el hospital de San Sebastián, pero sus días eran una cuerda delicada. Valeria había pasado la noche escribiéndole una carta. No sabía si su abuela la leería, pero sintió que debía dejar en papel todo lo que su corazón no alcanzaba a decirle con palabras.

Gabriel llegó temprano. El motor de su camioneta se escuchó desde la entrada del terreno. Valeria bajó con paso firme, con el corazón latiendo más rápido de lo que quería admitir. Él la saludó con una sonrisa que tenía algo de ternura y algo de tristeza.

—Te traje algo —dijo, sacando un pequeño ramo de flores amarillas de la parte trasera del vehículo.

—¿Flor de retama? —preguntó, sorprendida—. Crecen más arriba.

—Sí. Las vi cuando estuve en el límite del Valle, cerca de una antigua chacra de mi padre. Pensé en tu abuela.

Valeria tomó el ramo y lo sostuvo con delicadeza, como si pudiera transmitirle algo de vida a través del contacto.

—Gracias, Gabriel. Ella siempre decía que la retama era su flor de juventud.

Ambos se miraron por un instante, sin necesidad de palabras. Había una nostalgia compartida, una memoria que los unía incluso en el silencio. Luego, Gabriel la invitó a subir a la camioneta.

—¿Adónde vamos? —preguntó Valeria, sin dejar de sonreír.

—A un lugar que quiero que recuerdes.

El camino serpenteó entre cultivos de plátano y cafetales que se extendían en terrazas verdes hasta perderse en la niebla matinal. Llegaron a una loma donde un viejo árbol de ceiba dominaba el paisaje. Desde allí, se podía ver todo el Valle del Milagro. El río danzaba entre las colinas, y el sol recién comenzaba a bañar de luz las copas altas.

—Este lugar… —Valeria se quedó sin palabras—. ¿Aquí nos encontramos por primera vez, no?

—Exacto. Tú venías con tu bicicleta, tratando de perseguir mariposas azules. Me caí encima de ti, y terminamos rodando por esta ladera.

Ella rió, con esa risa libre que a Gabriel tanto le gustaba.

—Y tú me dijiste que esas mariposas sólo aparecían cuando alguien estaba enamorado —agregó ella, tocándose el pecho con suavidad—. ¿Eso también era parte de tus teorías de agrónomo precoz?

—No —respondió él, acercándose—. Era parte de mis sentimientos, aunque no sabía cómo nombrarlos en ese entonces.

Valeria lo miró con los ojos brillantes.

—¿Y ahora sabes cómo nombrarlos?

—Sí. Lo que sentía entonces, y lo que siento ahora… es amor.

El silencio que siguió fue apenas interrumpido por el canto lejano de un ave. Gabriel tomó su mano con suavidad, como si temiera romper el momento. Valeria no se apartó. Tampoco bajó la mirada.

—Tengo miedo, Gabriel —dijo finalmente—. Teodora está enferma, Don Ernesto no se detiene… y este lugar, por más que lo ame, guarda muchas heridas.

—También guarda nuestras raíces —replicó él—. Aquí está tu historia. Nuestra historia. Y si tú quieres, podemos reescribirla, juntos.

Las palabras se asentaron como semillas en el alma de Valeria. En ese instante, comprendió que el Valle del Milagro no era sólo un lugar al que había regresado, sino un espacio que reclamaba su presencia para sanar lo que estaba roto. Su pasado, su presente, su abuela, y ese amor que creía perdido.

—No te prometo certezas —susurró ella, acariciando su rostro—. Pero quiero intentarlo.

—Eso basta para mí —dijo Gabriel, y la besó con la ternura de alguien que esperó diez años para volver a sentir el calor de ese contacto.

Más tarde, regresaron al hospital. La habitación de Teodora estaba bañada por la luz de la tarde, y la anciana dormía con el rostro sereno. Valeria se acercó y le acomodó el chal tejido con hilos de colores que ella misma había bordado años atrás.

Gabriel esperó en la puerta mientras Valeria se sentaba junto a la cama.

—Abuela… —susurró—. Estoy aquí. Y no me iré otra vez. Perdóname por haberte dejado sola tanto tiempo.

Teodora abrió lentamente los ojos. Le costó enfocar, pero cuando vio a Valeria, sonrió.

—Hijita… pensaba que estaba soñando. ¿Has vuelto por fin?

—Sí, abuela. Estoy contigo.

—¿Y Gabriel?

Valeria giró la cabeza. Él seguía allí, firme.

—Aquí estoy, doña Teodora —respondió, con respeto.

—Entonces… —dijo la anciana, cerrando de nuevo los ojos con paz—, todo puede estar bien otra vez.

La tranquilidad del momento con Teodora fue interrumpida por un murmullo inquieto en el pasillo del hospital. Gabriel se adelantó, con los sentidos alertas, y Valeria lo siguió con el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, al ver al personal médico reunido frente a la entrada principal.




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