Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXXVIII

El cielo del Valle del Milagro se cubría de estrellas cuando Valeria y Gabriel regresaron a casa. Teodora seguía en el hospital, dormida, y el silencio de la casona solo era roto por el canto lejano de los grillos y el vaivén de las hojas de los mangos, agitados por una brisa nocturna.

Valeria encendió una vela en el altar pequeño de su abuela, donde reposaban imágenes de santos, hojas secas de guayusa y una cruz hecha con semillas. Se sentó frente al altar y, con el rostro bañado por la luz temblorosa, unió sus manos.

—¿Estás bien? —preguntó Gabriel desde el marco de la puerta, su voz apenas un susurro.

—Estoy tratando de estarlo —respondió ella, sin mirarlo—. Hay momentos en que me siento valiente… y otros en que me cuesta respirar. Como si la sombra de Don Ernesto nos persiguiera incluso dentro de casa.

Él se acercó despacio, se sentó a su lado y dejó que el silencio hablara por unos segundos.

—Esa sombra es grande —dijo finalmente—. Pero no más que la luz que tienes dentro. Lo que tú haces por tu abuela, por este valle, por todos nosotros… es lo que nos está despertando.

Valeria alzó los ojos hacia él, y en sus pupilas brilló algo más que agradecimiento. Era un reconocimiento profundo, como si viera en Gabriel al compañero que su alma había esperado sin saberlo.

—Gabriel… hay algo que no te he dicho.

—¿Qué cosa?

—Antes de regresar, pensé muchas veces en no hacerlo. Tenía miedo de enfrentar todo lo que había dejado atrás. Pero al verte otra vez… al recordar quién era en este lugar… entendí que no todo lo que se rompe se pierde para siempre.

Él la miró con dulzura.

—Y yo entendí que algunas esperas valen la pena.

Sin decir más, Valeria apoyó su cabeza en su hombro. Permanecieron así por un buen rato, en silencio, compartiendo un momento que no necesitaba palabras.

A la mañana siguiente, la llamada de un viejo abogado del valle interrumpió el desayuno. Era el doctor Mendoza, retirado, pero respetado por todos los comuneros. Había escuchado del intento de Don Ernesto por recuperar las tierras, y, movido por la indignación y el cariño a Teodora, decidió colaborar.

—Tengo en mi poder copias notariales de los títulos originales de la propiedad —dijo, con voz áspera—. Y también un testimonio firmado de tu abuelo, donde explica claramente que la tierra quedaba bajo custodia de su esposa e hija. Esos documentos son válidos legalmente y desmontan cualquier reclamo que Ernesto quiera imponer.

Valeria se quedó sin palabras. Gabriel sonrió.

—¿Y están en regla? —preguntó él.

—Más que eso —respondió el abogado—. Están certificados por el antiguo juez de paz del distrito. Y tengo forma de presentar todo en la municipalidad este mismo mes. Será lento, pero tenemos con qué defendernos.

—Gracias, doctor Mendoza —respondió Valeria, conteniendo la emoción—. Usted no sabe cuánto significa esto para nosotros.

—Sí lo sé, hija —dijo el hombre, con tono paternal—. Este valle no se construyó solo con café. Se construyó con manos honestas, como las de tu familia. Vamos a hacer justicia.

Ese mismo día, Gabriel y Valeria fueron a buscar al alcalde. La autoridad local, un hombre joven y de buen juicio, escuchó con atención los argumentos. Cuando vio los documentos, frunció el ceño.

—Si esto es cierto —dijo—, entonces el reclamo de Don Ernesto es un fraude. Pero cuidado… él tiene influencias en la región. No será sencillo detenerlo.

—No queremos pelear sucio —aclaró Valeria—. Solo queremos que se respete lo justo.

El alcalde asintió.

—Entonces tendrán mi apoyo. Haremos una revisión formal del expediente. Si los documentos son válidos, emitiremos una resolución que blinde legalmente la propiedad.

Gabriel apretó la mano de Valeria bajo la mesa, sin que nadie lo notara.

Esa noche, regresaron a casa con el corazón aliviado. Teodora aún no despertaba, pero su semblante era más sereno. Valeria se sentó a su lado, le tomó la mano y le susurró:

—Estamos luchando por ti, abuela. Por lo tuyo. Por lo nuestro. Pronto volverás a casa.

Gabriel observaba desde la puerta. En ese instante, supo que la batalla no era solo legal ni familiar. Era también personal. Era por amor.

Salió al patio, alzó la vista al cielo estrellado y respiró el aroma de la selva nocturna: húmedo, vivo, lleno de promesas.

Valeria lo alcanzó unos minutos después.

—¿En qué piensas?

—En lo cerca que estamos —respondió él—. De perderlo todo, o de ganarlo todo.

Ella lo abrazó por la espalda.

—Entonces apostemos por ganarlo todo. Empezando por nosotros.

Gabriel giró y la miró con ternura. La besó en la frente, y juntos caminaron hacia la ceiba, esa que había sido testigo de su primer encuentro. Ahora, bajo su sombra, no eran los mismos. Eran más fuertes. Más valientes. Más unidos.

Y aunque el peligro seguía latente, esa noche supieron que mientras estuvieran juntos, nada sería imposible.




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