Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXXIX

Valeria y Gabriel caminaron en silencio hasta la casa de Teodora. Las gotas de lluvia resbalaban por las hojas anchas de las heliconias y mojaban la tierra roja, dejando el aroma inconfundible de la selva húmeda.

Al llegar, Teodora dormía. Su respiración era pausada, serena. Valeria se acercó y le besó la frente.

—No te preocupes, abuela. Todo saldrá bien —susurró.

Gabriel, mientras tanto, observaba el librero antiguo de la sala. Uno de los estantes se inclinaba levemente hacia un costado.

—¿Este mueble siempre estuvo así? —preguntó, y sin esperar respuesta, movió un par de libros que estaban ladeados.

Detrás de ellos, se deslizó una tabla suelta. Gabriel alzó una ceja.

—Valeria, ven a ver esto.

Ella se acercó, intrigada. Al retirar los libros, encontraron una pequeña caja de madera, cubierta de polvo. Era rectangular, de cedro, con un cierre oxidado. Al abrirla, descubrieron varios papeles antiguos, una medalla de la Virgen del Carmen y una carta con la letra pulcra de su madre, escrita años atrás.

Valeria la sostuvo entre las manos temblorosas y comenzó a leer en voz alta:

"Si estás leyendo esto, hija, es porque has regresado. Y porque llegó el momento de saber la verdad. La hacienda de los Paredes guarda más que café y recuerdos. Tu tío abuelo, Ernesto, nunca quiso que supieras que parte de estas tierras le pertenecen a tu padre. Hubo un acuerdo silencioso, un documento que él mismo firmó antes de que tú nacieras, pero que siempre negó. Esta tierra también es tuya. Y con ella, la responsabilidad de protegerla."

La voz de Valeria se quebró al final. Gabriel le apretó la mano con fuerza.

—Eso lo cambia todo —dijo.

—Sí. Y lo vamos a enfrentar.

Esa misma noche, bajo una lluvia más intensa, Valeria y Gabriel decidieron visitar al notario del pueblo. El hombre, ya mayor, los recibió en su despacho con recelo, hasta que Valeria colocó la carta sobre su escritorio.

—Esto es... —dudó—. Esto confirma lo que muchos sospechaban pero nadie se atrevía a decir.

—¿Usted sabía del documento? —inquirió Gabriel.

—Lo registré hace casi treinta años. Pero fue archivado y luego retirado por órdenes de Don Ernesto. Yo era joven. No imaginaba en qué me estaba metiendo.

Valeria lo miró con severidad.

—¿Puede emitir una copia legal?

—Sí. Pero deben estar preparados. Esto va a causar un escándalo.

Al día siguiente, el sol volvió a brillar débilmente sobre el Valle del Milagro. Gabriel y Valeria caminaron al mercado, entre los puestos de plátanos, granadillas y flores de yacón. Todos los rostros se giraban al verlos. El rumor del documento ya había comenzado a circular.

Don Ernesto, por su parte, se enteró esa misma mañana. Su ira fue inmediata.

—¡Maldita sea! ¡Lo tenía todo controlado! —gritó, golpeando el escritorio de su oficina en la antigua hacienda—. ¡Esa muchacha no sabe con quién se ha metido!

—No subestime a Valeria, tío —dijo una voz desde la puerta. Era Lucía, la joven administradora que trabajaba con él—. Ella representa algo que usted nunca entendió: la esperanza.

Don Ernesto la fulminó con la mirada, pero no dijo más.

Esa tarde, Valeria y Gabriel regresaron al puente colgante de San Sebastián. Desde allí, el río brillaba como una serpiente plateada. Se detuvieron a mitad del puente.

—Aquí fue donde me prometiste que volverías —dijo Gabriel, con una sonrisa melancólica.

—Y cumplí. Aunque tarde.

—Nunca es tarde si aún hay amor.

Ella lo miró con intensidad. La brisa les despeinaba el cabello, y el murmullo del río parecía susurrar sus nombres.

—Gabriel… Si esto se pone difícil, si Don Ernesto decide ir más lejos…

—Entonces iremos más lejos nosotros. Juntos.

Valeria bajó la vista un instante, luego la alzó con decisión.

—Te amo. Y no pienso perder este valle. Ni a ti.

Gabriel la abrazó. El puente, como testigo silencioso, vibró levemente bajo sus pies, como si aprobara aquel momento.

Esa noche, mientras las primeras luciérnagas se encendían en los cafetales, Valeria comprendió que su lucha recién empezaba. Pero no estaba sola. Tenía a Gabriel, tenía la verdad… y tenía el corazón del Valle del Milagro latiendo con ella.

Y en ese corazón —como en el suyo— aún quedaba mucho por decir.

La bruma de la mañana descendía suavemente sobre el Valle del Milagro, cubriendo las laderas de cafetales como un velo sagrado. El aire olía a tierra húmeda y a fruta madura. Desde la ventana de la habitación de su abuela, Valeria contemplaba el amanecer con el corazón apretado. Teodora aún dormía, pero su respiración era más tranquila. Tal vez, pensó Valeria, la noticia del documento la había aliviado más de lo que podía decir con palabras.

Gabriel llegó temprano, como lo había prometido. Traía pan recién horneado del mercado y una sonrisa que suavizaba la tensión de los días previos.




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