El hospital del Valle del Milagro estaba silencioso aquella tarde. La brisa cálida que se colaba por las ventanas llevaba el aroma del cafetal cercano. En la habitación 208, Teodora dormía, su rostro sereno, surcado por las arrugas del tiempo, pero con una expresión de paz.
Valeria se sentó junto a ella, acariciándole la mano con ternura. Gabriel esperaba en el pasillo, y tras unos minutos, se acercó con Don Ernesto, quien avanzaba con paso vacilante, el sombrero en la mano y una mirada que no había mostrado antes: vulnerable.
—¿Estás segura? —preguntó Gabriel en voz baja.
—Ella debe decidir —respondió Valeria.
Golpeó suavemente la puerta y, al entrar, Teodora abrió los ojos. Durante un instante, la mirada de la anciana se tornó aguda, y reconoció al visitante.
—No pensé que vendrías —dijo, su voz aún firme.
—Tardé demasiado, Teodora —respondió Don Ernesto, acercándose—. Lo sé. Pero aquí estoy.
Valeria y Gabriel salieron, dejando la puerta entornada. Dentro, los dos ancianos se miraron en silencio, como si el tiempo los hubiera traído de regreso al mismo punto donde todo se había quebrado.
—¿Vienes a justificarte o a decir adiós? —preguntó ella.
—A pedirte perdón —dijo él, bajando la cabeza—. Por lo que hice con tu hija, por lo que te obligué a callar, por las veces que tuviste que cargar sola con todo.
Teodora respiró hondo. Miró por la ventana, donde las copas de los árboles bailaban suavemente con el viento.
—Siempre supe que algún día lo entenderías —susurró—. Pero no imaginé que lo dirías en voz alta.
Él se acercó con dificultad, y se sentó al borde de la cama.
—Sé que no puedo reparar lo que pasó, pero puedo asegurarme de que Valeria no sufra lo que ustedes sufrieron.
Una lágrima rodó por la mejilla de la anciana.
—Entonces, ya hiciste lo más importante. No vine a este mundo para odiarte, Ernesto. Solo para proteger a los míos.
Él tomó su mano. Por primera vez en décadas, no había resentimiento entre ellos. Solo dos vidas que, a pesar de los errores, se reconocían parte de la misma historia.
Afuera, Valeria y Gabriel observaban en silencio desde la ventana. Las sombras del atardecer se extendían lentamente sobre el jardín del hospital.
—¿Crees que ella lo perdonó de verdad? —preguntó Gabriel.
—Teodora tiene un corazón más grande de lo que nadie imagina —respondió Valeria—. Ella perdonó antes que él pidiera perdón. Solo esperaba escucharlo.
Gabriel la miró, conmovido.
—¿Y tú, Valeria? ¿Estás lista para dejar el pasado atrás?
Ella asintió lentamente.
—Estoy lista para mirar hacia adelante, contigo.
Se tomaron de la mano. En aquel instante, el Valle del Milagro parecía contener el aliento, como si la tierra misma celebrara la paz que por fin brotaba desde sus raíces.
La noche cayó lentamente sobre el Valle del Milagro, como una manta tibia que cubría cada rincón de selva y cerro, cada cafetal y chacra. Las luciérnagas comenzaron su danza tímida entre los arbustos mientras las ranas entonaban su canto de bienvenida a la oscuridad.
Valeria regresó a casa con Gabriel. Teodora se había quedado en el hospital, bajo observación, pero con un brillo distinto en los ojos. Había cerrado un ciclo, y eso se notaba en la suavidad de su sonrisa. El perdón, como el agua de los ríos de la selva, había limpiado sus penas.
—¿Recuerdas cuando jugábamos aquí, junto a la higuera? —preguntó Valeria, mientras caminaban por el sendero que daba a la casa.
—Claro que sí. Era nuestro lugar secreto… y donde te robé tu primer beso —respondió Gabriel con una sonrisa traviesa.
—Me dejaste helada. Pensé que habías enloquecido —rió ella.
Se detuvieron un momento, mirando la higuera que ahora era más robusta, más vieja, pero aún erguida.
—Gabriel, yo también tengo que pedirte perdón —dijo ella, bajando la mirada—. Por haberme ido sin una palabra. Por no haberte dado la oportunidad de explicarme…
—No tienes que hacerlo —respondió él, tomándola de las manos—. Lo único que me importa es que estás aquí ahora. Que decidiste volver.
Valeria lo miró a los ojos, y por un instante, el tiempo pareció congelarse. El canto de los grillos, el murmullo de la selva, incluso el parpadeo de las luciérnagas, todo pareció suspenderse.
—Te amo, Gabriel. Siempre lo he hecho.
—Y yo a ti, Valeria.
Se abrazaron con fuerza, como si en ese gesto quisieran recuperar los años perdidos. No hicieron promesas, porque sabían que el amor verdadero no las necesitaba: se construye cada día, entre palabras y silencios, entre decisiones y cuidados.
En la distancia, Don Ernesto observaba desde su vieja camioneta. No había intervenido, solo había ido a dejar una canasta con mandarinas y pan de maíz que él mismo había recogido. Sus manos ya no temblaban como antes. El corazón, por fin, parecía en paz.