Las horas siguientes transcurrieron entre papeles viejos, recuerdos desenterrados y la decisión de no dejar que el pasado siguiera dictando sus vidas. Don Ernesto, cansado pero sincero, les mostró documentos familiares: títulos de tierras, antiguas cartas de Clara y hasta un cuaderno donde Teodora, en sus años jóvenes, había registrado memorias que parecían un diario íntimo de la familia Paredes.
—Aquí está todo lo que ocultamos… y lo que quizás nunca debimos callar —dijo el anciano mientras les entregaba el cuaderno.
Valeria lo abrió con manos temblorosas. En la primera página, escrita con letra fina y apretada, leyó:
"A mi nieta, si algún día estas palabras llegan a ti, quiero que sepas que el amor es lo único que vale la pena preservar."
Las lágrimas se le escaparon, silenciosas. Gabriel, a su lado, la rodeó con el brazo.
—Esto es un acto de amor, Valeria. De tu abuela, de tu madre… y ahora tuyo —le susurró.
Don Ernesto se sirvió una copa de licor de mandarina y levantó el vaso.
—Por los que no están. Y por ustedes, que siguen. Ustedes son el futuro del Valle del Milagro.
Los días siguientes fueron como una tregua después de la tormenta. Gabriel organizó una jornada comunitaria en las chacras cercanas para reactivar la cosecha, y Valeria, a pesar de la carga emocional, se entregó al cuidado de su abuela con más fuerza que nunca.
Teodora, sentada bajo la sombra de un árbol de guaba, miraba el paisaje con una sonrisa dulce.
—Siempre supe que este momento llegaría —murmuró mientras trenzaba una palma—. No sabía cómo… pero sí que iba a llegar.
Valeria se sentó a su lado.
—¿Cómo estás hoy, abuela?
—Como la tierra después de una buena lluvia: removida, cansada… pero lista para dar fruto.
Gabriel llegó poco después con un canasto de guayabas recién recogidas.
—¿Le provoca una mermelada, señora Teodora?
La anciana rió.
—Claro, hijo. Pero solo si tú la haces. Me han dicho que eres bueno para las chacras, pero en la cocina aún no te he visto.
—Desafío aceptado —respondió él con una inclinación juguetona.
Por la tarde, Valeria y Gabriel caminaron hasta el puente colgante de San Sebastián. El mismo lugar donde, en su adolescencia, habían sellado un pacto inocente. El puente colgaba firme sobre el río transparente, enmarcado por lianas y orquídeas. A lo lejos, el murmullo del agua era como un canto antiguo que volvía a ellos.
—¿Recuerdas lo que dijimos aquí? —preguntó Valeria, con una mezcla de timidez y nostalgia.
—Claro. Dijimos que si la vida nos volvía a juntar, no dejaríamos que el miedo nos separara otra vez.
—¿Y ahora?
—Ahora tengo miedo… pero también tengo certeza —dijo él con honestidad—. Miedo de fallar, de que las heridas de nuestras familias regresen. Pero certeza de que no quiero otra vida que no sea contigo.
Valeria lo miró en silencio. Su corazón latía con fuerza, pero sin dudas.
—Gabriel… quiero construir algo contigo. No solo aquí, en el Valle, sino dentro de nosotros. Y no te pido promesas eternas, solo verdad.
Él se acercó, tomándola por las manos.
—Tú eres mi raíz y mi horizonte, Valeria. Con eso, me basta.
Se besaron sin apuro, con la lentitud de quien reconoce el amor en lo más profundo, sin adornos ni dudas. Y el puente, testigo de sus secretos, pareció suspirar bajo sus pies.
Esa noche, en la casa de Teodora, se reunieron todos. Don Ernesto, con un gesto discreto, trajo consigo una caja antigua. La abrió con cuidado, revelando papeles, fotografías y una pequeña cruz de madera tallada.
—Esto era de tu madre —le dijo a Valeria—. Me pidió que lo guardara… y creo que ya es momento de devolvértelo.
Valeria acarició la cruz. Era sencilla, pero cargada de historia.
—Gracias, tío. Por confiar… y por sanar.
Don Ernesto la miró con ternura. No dijo nada más, pero en sus ojos se leía el alivio de quien empieza a redimirse.
La velada continuó con café caliente, pan de anís y canciones antiguas que Teodora entonaba con voz temblorosa. Gabriel tomó una guitarra y, con voz baja, acompañó el canto. Fue una noche sencilla, pero sagrada.
Y cuando todos se retiraron a dormir, Valeria se quedó mirando el cielo estrellado desde la ventana.
—Gracias, mamá… gracias por enseñarme que el amor siempre encuentra su camino —susurró.
El amanecer trajo una luz dorada que se filtraba entre las hojas del cafetal. Valeria se levantó temprano, aún con la emoción de la noche anterior latiendo en su pecho. Preparó un mate de kion y canela, y salió al pequeño huerto detrás de la casa, donde Teodora solía cosechar sus hierbas medicinales.
Gabriel ya estaba allí, de pie junto a un canasto. Se giró al oírla llegar.
—Buenos días, doctora Paredes —saludó con una sonrisa traviesa.