Las primeras luces del amanecer se filtraban por entre las hojas de los cafetales que rodeaban el caserío de San Sebastián. Un rocío fresco cubría los tallos y las begonias naranjas que crecían silvestres junto al camino empedrado. Valeria caminaba con paso firme, envuelta en su chal azul, apretando contra el pecho la libreta de apuntes donde había escrito los últimos detalles del proyecto de salud comunitaria.
No había dormido bien. Las palabras de su tío Ernesto la noche anterior, el tono gélido con el que había hablado de Gabriel, la habían dejado intranquila. Aunque nada se dijo abiertamente, supo que las tensiones de antaño seguían vivas. En especial, cuando mencionó los terrenos de la quebrada La Florida y cómo pretendía incluirlos en sus próximos “planes de desarrollo agrícola”.
—No permitiré que todo lo que Gabriel ha logrado con la comunidad se pierda —se dijo a sí misma, alzando la vista hacia el puente colgante de San Sebastián, donde una bruma ligera comenzaba a disiparse.
Desde el otro extremo del puente, Gabriel venía caminando con su machete colgado al cinto, cubierto de tierra hasta las botas. Al verla, sonrió de lado, una sonrisa contenida por algo que aún pesaba en su pecho.
—¿Vienes del centro de salud? —preguntó él, deteniéndose a su lado.
—Sí —respondió ella, sin moverse—. Y tú... ¿estuviste en la parcela de los Aquino?
Gabriel asintió. Se quitó el sombrero y lo sostuvo entre las manos.
—Tenía que supervisar el riego. Esta semana hemos tenido menos lluvia de la que esperábamos. Me preocupan los cafetos jóvenes.
Ella asintió lentamente, pero había algo más que quería decir.
—¿Podemos hablar, Gabriel?
—Claro. —Se hizo a un lado y le ofreció el camino de regreso hacia el mirador de las mariposas, el mismo donde tiempo atrás habían compartido silencios llenos de promesas no dichas.
Cuando llegaron, se sentaron en el banco de madera bajo el almendro. El sonido del río era suave, casi arrullador.
—Mi tío está empeñado en quedarse con las tierras de la quebrada —dijo Valeria finalmente—. Ya hablaste con él, ¿verdad?
Gabriel bajó la mirada, crispando los dedos alrededor del sombrero.
—Sí. Vino al centro de acopio el viernes pasado. Insinuó que quería “formalizar ciertas gestiones” para beneficio del valle. Pero sabemos bien lo que eso significa.
—Quiere expulsarlos —dijo Valeria, sintiendo una rabia que le ardía en el pecho—. Quiere despojar a las familias que han trabajado allí toda su vida.
—Por eso necesito tu ayuda, Valeria —dijo él, alzando la mirada—. No sólo como enfermera, sino como alguien que conoce el corazón de esta tierra. Si logramos incluir a las familias del valle en el programa regional de cooperativas agrícolas, podríamos blindarlas legalmente.
Ella asintió, sus ojos encontrando los de él con una intensidad renovada.
—Lo haremos juntos.
Gabriel sonrió, una sonrisa que no era sólo de alivio, sino también de cariño. De aquel cariño que crece entre las raíces del compromiso compartido.
—¿Sabes? Siempre creí que habías olvidado todo esto. El valle, las fiestas, las personas...
Valeria negó con suavidad, conmovida por el tono de su voz.
—Nunca lo olvidé. Sólo me fui para poder volver sabiendo lo que quiero. Y ahora estoy segura.
El sol comenzó a elevarse por encima de los cerros, y la luz bañó sus rostros como una bendición.
—Entonces —dijo Gabriel, tomando su mano—, que esta vez sea distinto. Sin promesas rotas. Sin miedos. Que lo que plantemos ahora, florezca.
Valeria cerró los ojos un momento. Sintió la calidez de la mano de Gabriel, la firmeza de su mirada, el murmullo del río detrás.
—Lo juro por este valle —susurró—. Y por todo lo que alguna vez soñamos.
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Aquella tarde, en la casa de Teodora, los preparativos para la misa de agradecimiento habían comenzado. El médico había dado buenas noticias: si bien la abuela requería cuidados continuos, su estado general había mejorado.
—Eres tú quien me devuelve la vida, hijita —le dijo la abuela, mientras le trenzaba el cabello sentadas en la galería—. No me iré de este mundo hasta ver cómo florece tu corazón.
Valeria se sonrojó, como una niña. Teodora, siempre tan sabia, había intuido lo que latía en el silencio de su nieta.
—¿Y Gabriel? —preguntó la anciana, con un dejo de picardía.
—Estamos... hablando mucho. Y caminando más.
—Ah, caminatas —rió la abuela—. Así empezó mi historia con tu abuelo. Aunque él me robó un beso antes de siquiera presentarse.
Valeria soltó una carcajada. El aire olía a tamales recién cocidos, a albahaca y a canela. El Valle del Milagro parecía vibrar con una armonía renovada.
Pero no todo eran buenos presagios.
Esa misma noche, mientras los preparativos continuaban, una carta llegó al buzón de la casa de Teodora. No tenía remitente. Era un sobre blanco, con el sello de un notario de La Merced. Gabriel lo recibió y lo abrió con manos temblorosas.