Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XLV

El amanecer en el Valle del Milagro era como una oración silenciosa. Los rayos del sol atravesaban la neblina tenue que descendía desde las laderas, y las hojas de los cafetos se mecían con un brillo casi dorado. En la casa de la abuela Teodora, un gallo cantó justo antes de que Valeria despertara.

La enfermera se levantó sin hacer ruido. Llevaba días durmiendo poco, entre las visitas al hospital donde atendía a los pobladores más vulnerables y las tareas de coordinación para defender las tierras. Sin embargo, esa mañana algo era distinto. Una carta esperaba sobre la mesa de madera rústica, con un sobre amarillento y letra temblorosa.

Era de Teodora.

"Hija de mi alma, sé que el camino que enfrentas no es fácil. Yo ya estoy vieja, pero he visto la luz en tus ojos y en los de ese buen muchacho Gabriel. A veces el amor y la tierra se defienden con la misma firmeza. No te rindas. Si un día ya no estoy, sigue escuchando el río. Él sabrá hablarte como yo lo hice bajo las estrellas."

Valeria apretó el papel contra el pecho. Era como si su abuela le entregara en esas líneas una herencia más poderosa que la tierra: la esperanza.

Ese mismo día, en el despacho de Don Ernesto, la atmósfera era otra. Rodeado de libros empastados y títulos colgados en la pared, el hombre revisaba informes con el ceño fruncido. Su abogado personal, el doctor Lévano, acababa de mostrarle la última notificación.

—Han presentado una medida preventiva con respaldo comunitario, don Ernesto. Hay firmas, testigos, incluso apoyo del Colegio de Ingenieros Agrónomos.

—¿Y qué me importa a mí un grupo de campesinos y soñadores? —gruñó el viejo con fastidio—. La tierra se gana con poder, no con sentimentalismos.

—Pero si seguimos presionando sin una negociación, podríamos perderlo todo. La prensa ya está enterada y hay una ONG interesada en intervenir.

Don Ernesto se reclinó en su silla, molesto. El nombre de Gabriel Aquino aparecía subrayado en uno de los documentos.

—Ese muchacho... debería haberse ido como todos los demás. Pero no, insiste en jugar al redentor. Y ella... —dijo, mirando una foto antigua donde se veía a Valeria de niña, tomada en la última fiesta patronal donde acudió con su madre—. No debía volver.

—Si me permite, podríamos buscar una vía legal más blanda. Ofrecer un trato, incluso ceder parte de la tierra a cambio de silencio.

—¿Silencio? —bufó—. No quiero silencio. Quiero respeto. Quiero que recuerden que aquí, el que lleva mi apellido, manda.

Pero por primera vez en muchos años, el tono de su voz sonaba más a miedo que a autoridad.

Valeria y Gabriel habían organizado un evento en la plaza del pueblo: una feria agroecológica. Bajo los toldos coloridos se vendían productos del valle: miel de abeja, café orgánico, frutas nativas, pomadas de plantas medicinales y artesanías hechas por las madres del comité de tejidos.

Había también una muestra fotográfica sobre la historia de las tierras comunales. En una esquina, una imagen destacaba a Teodora cuando era joven, participando en una huelga por el agua en los años setenta.

—¿Ves? —dijo Valeria a Gabriel—. La lucha siempre estuvo en mis raíces.

—Y el amor también —respondió él, tomándole la mano mientras los niños bailaban al ritmo de una orquesta local.

Entre los visitantes se encontraban delegados del gobierno regional, un par de periodistas de Lima y una representante de una fundación ambiental.

—Este tipo de iniciativas son lo que el país necesita —comentó la delegada de la fundación—. Queremos ayudarles a registrar la zona como área de manejo sostenible, y con eso, blindar legalmente el uso ancestral del terreno.

Gabriel intercambió miradas con Valeria. Era la oportunidad que esperaban, pero sabían que no sería bien recibida por Don Ernesto.

—Nos están mirando —murmuró ella.

—Que miren —respondió él—. Estamos sembrando algo más grande que café. Estamos sembrando justicia.

Esa noche, mientras revisaban papeles en la cocina de la casa de Teodora, tocaron la puerta. Gabriel se levantó, alertado. Al abrir, se encontró con un hombre mayor, de traje oscuro y expresión seria. Lo acompañaba un joven con una cámara.

—¿La señorita Paredes? —preguntó.

—Soy yo —respondió Valeria, firme.

—Mi nombre es Esteban Quispe. Soy periodista de Andina Noticias. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre el conflicto con su tío abuelo.

—¿Ahora es noticia? —preguntó con ironía.

—Lo es —dijo él—. Y lo será más. Esta lucha ya no es solo por tierras, sino por el derecho a decidir el futuro de una comunidad. Usted y el ingeniero Aquino se han convertido en símbolo.

Valeria suspiró. No le gustaban las cámaras ni los títulos grandilocuentes. Pero comprendía que a veces, contar la verdad era una forma de protegerla.

—Está bien —respondió—. Pase. Le contaré cómo se defiende un valle con el corazón.

Don Ernesto Paredes arrojó el periódico sobre su escritorio con un golpe seco. En la portada, una fotografía en blanco y negro mostraba a Valeria, sonriente, junto a Gabriel en la feria agroecológica. El titular decía:
“Valle del Milagro: una comunidad que siembra esperanza”.




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