El sol del amanecer apenas rozaba los cafetales cuando Valeria salió del hospital, exhausta pero con el alma en calma. La abuela Teodora había pasado una buena noche, sus signos estables y el leve color rosado en sus mejillas era una señal que Valeria sabía interpretar. La enfermedad seguía su curso, pero aquella mañana parecía concederles una tregua.
Caminó en silencio por la vereda empedrada que bordeaba el río. Las hojas de las palmeras brillaban con la humedad del rocío, y una garza blanca cruzó el cielo como si saludara el nuevo día. Valeria pensaba en todo lo que había cambiado desde su regreso: los reencuentros, las verdades ocultas que habían salido a la luz, y sobre todo, los sentimientos que empezaban a florecer nuevamente entre ella y Gabriel.
Lo encontró esperándola frente al puente colgante de San Sebastián, apoyado en el barandal de madera, con el sombrero entre las manos. Vestía sencillo, con una camisa celeste arremangada y jeans cubiertos de polvo. Su expresión era una mezcla de ansiedad y ternura.
—¿Cómo está tu abuela? —preguntó en cuanto la vio acercarse.
—Mejor. Dormida ahora… —respondió ella con una sonrisa tenue—. Gracias por estar aquí.
Gabriel asintió y le ofreció caminar con él. Cruzaron el puente despacio, escuchando el crujido leve de la madera bajo sus pasos. Desde allí, se veía el río brillando entre las piedras, y más allá, los campos donde los agricultores empezaban su jornada. El aroma del café tostado llegaba desde alguna cocina, mezclado con la fragancia penetrante de las orquídeas silvestres.
—Anoche no dormí —dijo Gabriel, rompiendo el silencio—. No dejo de pensar en lo que viene. En lo que puede pasar contigo, con tu abuela… y con nosotros.
Valeria bajó la mirada, buscando en sus pensamientos la mejor manera de responder. No era fácil. Había tanto que les separaba aún: las heridas del pasado, las dudas del presente, el peso de la familia.
—También he estado pensando —dijo finalmente—. En cuánto cambian las cosas cuando uno deja de huir.
Se detuvieron en medio del puente. El viento les revolvió el cabello y el murmullo del río subió de tono. Gabriel la miró fijamente.
—¿Y tú dejaste de huir, Valeria?
Ella no respondió enseguida. En lugar de eso, apoyó las manos en las sogas laterales del puente y respiró profundo.
—Lo estoy intentando —susurró—. Por mi abuela. Por mí. Y por lo que sea que aún quede entre nosotros.
Gabriel se acercó un poco más, lo suficiente para que sus hombros se rozaran.
—No quiero que lo que sentimos se pierda otra vez —dijo él con voz baja—. Esta vez, quiero que nos quedemos. Que construyamos algo… aquí, en nuestra tierra.
Valeria lo miró a los ojos. En ellos no había exigencias ni reproches, solo una esperanza que ardía como el fuego que alguna vez los unió.
—Si te quedas —añadió Gabriel, tomándole la mano—, yo también me quedo. A tu lado. En todo.
Valeria sintió el calor subirle por el pecho, pero no era solo emoción. Era también miedo. Miedo a que lo que estaban construyendo se deshiciera como el rocío bajo el sol.
Pero en ese instante, bajo la lluvia de pétalos que el viento arrastraba de un árbol de guayacán, decidió que el riesgo valía la pena.
Caminaron en silencio hasta la casa de Gabriel, una construcción modesta de madera y ladrillo, rodeada de geranios y zinnias. En el jardín, las mariposas revoloteaban entre las flores, y se escuchaba el trino agudo de los periquitos que anidaban en los mangos.
Gabriel abrió la puerta y la invitó a entrar. Sobre la mesa del comedor había una jarra de jugo de camu camu y un cuaderno de notas con dibujos de cultivos y diagramas de riego. El ambiente olía a tierra húmeda y a papel nuevo.
—He estado haciendo planes —dijo él, abriendo el cuaderno—. Quiero implementar un sistema agroforestal que respete el equilibrio natural de la zona. Algo que podamos presentar a la cooperativa del Valle. Sé que Don Ernesto no lo aprobaría, pero ya no puede detenernos.
Valeria observó los bocetos con atención. Le emocionaba ver la pasión con la que Gabriel hablaba de su tierra, de su gente, de su compromiso con un futuro distinto.
—Tienes talento para esto —comentó—. No solo eres un ingeniero… eres un soñador que cree en su gente.
—¿Y tú? —le preguntó él, cerrando el cuaderno—. ¿Dónde te ves? ¿Aquí? ¿En una posta médica? ¿O regresando a la ciudad?
Ella se quedó en silencio un momento. La imagen de su consultorio en Lima era nítida, pero también le pesaba. Allí, la vida era rápida, gris, sin raíces. Aquí, en cambio, cada amanecer tenía un propósito distinto.
—Quiero ayudar —dijo con voz firme—. Organizar jornadas médicas. Visitar comunidades que no tienen acceso a un centro de salud. Crear redes con otros profesionales que amen este lugar tanto como tú.
Gabriel sonrió, como si esa respuesta fuera justo lo que había esperado escuchar.
—Entonces… hagámoslo juntos —dijo, acercándose—. Porque todo lo que soñé alguna vez… eras tú, Valeria.
La intensidad de sus palabras la desarmó. Y por primera vez en mucho tiempo, no quiso resistirse.