Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XLVII

El amanecer en el Valle del Milagro tenía un matiz distinto después de aquella noche de reconciliación. Las primeras luces del sol se filtraban entre las hojas de los cafetales, y el rocío parecía brillar más que de costumbre. Desde la casa de Teodora, aún en silencio, se respiraba una calma serena, como si el valle mismo hubiera exhalado después de tantos años de tensiones ocultas.

Valeria se levantó temprano, como lo hacía desde que regresó al terruño. Le preparó a su abuela una infusión de menta fresca y panecillos de yuca que había comprado el día anterior en el mercado. Luego salió al jardín, aún con el cabello suelto, para respirar el aroma del día.

Gabriel apareció poco después, como ya era habitual, trayendo unas canastas de frutas para compartir.

—Buenos días, Valeria —saludó con una sonrisa tranquila.

—Buenos días, Gabriel. Llegas justo a tiempo. Mi abuela aún duerme, pero le encantará el maracuyá que trajiste.

Se sentaron en la terraza de madera que daba al camino. Frente a ellos, los árboles de guaba proyectaban sombras largas y frescas.

—¿Y cómo estás después de lo de ayer? —preguntó él, mirándola de reojo.

Valeria se tomó un momento antes de responder. Sus ojos repasaron los senderos, los helechos que bordeaban la quebrada, las mariposas que se posaban sin apuro.

—Bien… muy bien, en realidad. Como si todo empezara a tener sentido. Lo que pasó con don Ernesto… fue inesperado. Pero necesario.

Gabriel asintió lentamente.

—Yo también sentí eso. No solo por el proyecto, sino por todo lo que arrastrábamos. Tu partida… su resistencia… tantas cosas que no dijimos a tiempo.

—A veces, el silencio también habla, Gabriel —respondió ella suavemente—. Pero ya no quiero callar.

Él la miró con ternura. Sus manos rozaron las de Valeria, y por un instante, la promesa de un nuevo comienzo quedó suspendida entre ambos.

Más tarde, Teodora despertó de buen ánimo. Aunque su cuerpo aún se mostraba frágil, su voz volvía a tener ese temple alegre que Valeria recordaba de niña.

—He soñado con tu madre —le dijo a su nieta mientras bebía su infusión—. Estaba feliz. Me decía que el valle volvería a cantar. ¿Tú crees que los sueños traen mensajes?

Valeria acarició su mano arrugada.

—Yo creo que sí, abuela. Y creo que tú estás mejorando porque quieres vivirlos.

La anciana sonrió.

—Entonces ayúdame a prepararme. Hoy quiero ir al río.

—¿Al río? —Gabriel apareció desde la cocina con un tazón de papaya picada—. ¿No es mucho para hoy?

Teodora lo miró con picardía.

—¿Desde cuándo un viejo corazón no puede darse un gusto?

Gabriel y Valeria se miraron. Y supieron que no podrían negarse.

Esa tarde, bajaron al río en la vieja camioneta de Gabriel. El camino serpenteaba entre plantaciones de plátano y naranjos. Las aves revoloteaban como si anunciaran algo sagrado. A un costado del puente colgante de San Sebastián, el río brillaba bajo el sol del trópico. Allí, en ese mismo lugar donde tantos años atrás Valeria y Gabriel habían lanzado piedras, jugado, reído… y prometido.

Teodora bajó lentamente, con ayuda de su bastón. Se sentó sobre una manta extendida bajo un árbol de capirona. Sus ojos se llenaron de lágrimas silenciosas al ver el agua correr.

—Aquí me pidió la mano tu abuelo —dijo, casi en un susurro—. Aquí comenzó todo.

Valeria y Gabriel se sentaron a su lado, compartiendo fruta y silencio. El río era un murmullo constante, como una canción antigua que sólo el alma puede entender.

Gabriel rompió el momento con voz baja.

—¿Recuerdas aquella vez que nos prometimos volver aquí, pasara lo que pasara?

—Lo recuerdo —dijo Valeria, mirándolo—. Y también recuerdo que dejamos esa promesa al viento.

—Tal vez —dijo él—. Pero los vientos del Valle devuelven todo. Incluso lo que creímos perdido.

Ella tomó su mano.

—Entonces, hagamos una nueva promesa, Gabriel. Esta vez, sin miedo.

—Esta vez, contigo —respondió él.

Teodora, desde su rincón, los observaba con ojos húmedos y una sonrisa que decía más que mil palabras.

Los días siguientes transcurrieron con una armonía que Valeria no había sentido en años. Entre las visitas al hospital de Chanchamayo para los chequeos de Teodora y las reuniones comunitarias para reactivar el proyecto de turismo vivencial, el tiempo se llenaba de propósito.

En la escuela del pueblo, Gabriel fue invitado a dar una charla sobre agroecología. Valeria lo acompañó y, al ver a los adolescentes escucharlo con atención, sintió algo nuevo en su interior: orgullo. No solo por el hombre que había elegido ser, sino por cómo se había mantenido fiel a su visión, incluso cuando todo parecía en contra.

—A veces siento que no merezco esto —le confesó Gabriel esa noche, mientras caminaban por el sendero que bordeaba la quebrada iluminada por luciérnagas—. Tú… tu regreso, el cariño de tu abuela, la confianza de los pobladores.




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