El sol empezaba a despuntar tras los cerros que abrazaban al Valle del Milagro, tiñendo de dorado los cafetales aún cubiertos por la bruma matinal. El murmullo del río era más suave que de costumbre, como si el mismo valle presintiera la calma tensa que se había apoderado de sus habitantes. En la casa de Teodora Paredes, el aroma del pan de yuca recién horneado se mezclaba con las infusiones de menta y cedrón. A pesar de la calidez de la cocina, Valeria sentía un nudo en el estómago.
—¿Comerás algo, hija? —preguntó Teodora con una sonrisa apagada, mientras removía la infusión—. Necesitas fuerzas para lo que venga.
Valeria negó con suavidad.
—Solo un poco de té, abuela.
Gabriel, sentado a su lado, la miró con preocupación. En sus ojos oscuros había una mezcla de ternura y angustia. El día anterior habían recibido la noticia de que Don Ernesto Paredes, tío abuelo de Valeria, había sido citado por la fiscalía tras revelarse documentos que lo vinculaban directamente con el despojo de tierras a campesinos del valle décadas atrás.
—¿Estás segura de que quieres ir a la audiencia? —le preguntó Gabriel—. No tienes que enfrentarlo tú sola.
Valeria apretó los labios y asintió.
—No se trata solo de mí, Gabriel. Se trata de justicia. Por mi padre, por los Aquino, por todos los que callaron por miedo.
Gabriel le sostuvo la mano sobre la mesa. El contacto cálido y firme fue suficiente para que Valeria respirara hondo.
—Estaré contigo —dijo él con voz baja—. No dejaré que te enfrentes a esto sola.
Teodora, con el rostro surcado por las arrugas del tiempo y del dolor, los observó en silencio. Luego, habló con la voz pausada de quien ha visto mucho en la vida.
—Mi hermano cometió muchos errores. Pero también fue producto de otra época. No lo justifiques —se corrigió de inmediato—. Solo... prepárate para lo que pueda pasar. La verdad no siempre sana de inmediato.
Valeria se levantó. El poncho marrón que llevaba su madre cuando iba al mercado la cubría hoy a ella como un símbolo de fortaleza heredada. Se miró en el pequeño espejo colgado junto a la cocina. Sus ojos reflejaban determinación.
—Estoy lista.
La audiencia se llevaría a cabo en la antigua Casa Comunal de San Sebastián, ahora habilitada temporalmente por las autoridades judiciales del distrito. Mientras el mototaxi los conducía por el camino de tierra entre cafetales y bugambilias en flor, Valeria observaba las montañas que la habían visto crecer. Sentía que algo de su infancia también iba a ser juzgado.
—Nunca pensé que este lugar se convertiría en una especie de tribunal —murmuró ella.
—El valle está cambiando —respondió Gabriel—. Y tú estás siendo parte de ese cambio.
Valeria giró para mirarlo. Había en él una madurez que no había visto cuando eran adolescentes. Las líneas firmes de su rostro, el modo en que observaba con atención todo a su alrededor, y ese silencio que no era vacío sino lleno de significado. No lo había dicho en voz alta, pero desde que volvió, Gabriel había sido su sostén más firme. Él entendía no solo su dolor, sino también sus raíces.
Cuando llegaron, varios pobladores se hallaban en la plaza. Algunos cargaban carteles exigiendo justicia por las tierras, otros llevaban flores blancas como símbolo de paz. El rumor de los murmullos se detenía apenas veían a Valeria bajar del vehículo.
La Casa Comunal, con sus paredes encaladas y el techo de calamina oxidada, albergaba más que documentos y bancas de madera: albergaba memorias que, por años, se habían guardado con miedo. Entraron.
Don Ernesto ya se encontraba ahí, sentado con su habitual porte altivo, aunque el paso de los años había curvado ligeramente su espalda. Cuando la vio, no se levantó. Sus ojos, grises como la ceniza, apenas mostraron una chispa de emoción.
—Llegaste —dijo con voz ronca—. Sabía que lo harías.
Valeria no respondió. Se sentó frente a él, acompañada por Gabriel. El fiscal asignado, un hombre joven de acento limeño, comenzó a leer los antecedentes del caso. Mencionó las denuncias anónimas, los registros de transferencias de tierras, los pagos irregulares, y el testimonio de un viejo trabajador que había afirmado haber visto cómo Don Ernesto firmaba documentos bajo amenazas.
Valeria lo miraba todo el tiempo. No era el hombre que ella recordaba, imponente y severo, sino un anciano que luchaba por mantener su dignidad. Aun así, no sentía pena. Sentía justicia.
—¿Tiene algo que declarar, señor Paredes? —preguntó el fiscal.
Don Ernesto se enderezó lo más que pudo.
—Lo que hice fue por preservar el apellido, por mantener lo que nuestros antepasados construyeron. —Sus palabras resonaban huecas—. Nunca creí que los míos me darían la espalda.
Valeria se inclinó hacia él, clavando la mirada en esos ojos secos.
—Lo que hiciste fue quitarle a la gente su dignidad. No fue por el apellido, fue por tu ambición. Hoy, el apellido Paredes empieza a sanar. Y lo hace diciéndote basta.
La sala quedó en silencio.
Gabriel tomó la mano de Valeria. Ella sintió, al apretarla, que una parte del pasado por fin se desprendía de su espalda. La lucha no había terminado, pero al menos una verdad se había dicho.