Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XLIX

La neblina de la madrugada aún se enredaba entre los cafetales cuando Valeria abrió los postigos de su habitación. La humedad del aire le recordó las mañanas de su infancia, cuando su abuela Teodora la despertaba con la infusión de cedrón y los sonidos lejanos del río San Miguel. El Valle del Milagro amanecía envuelto en un resplandor dorado, y aunque los años habían pasado, algo en ella volvía a sentirse niña.

Aquella carta encontrada días atrás seguía sobre su mesa de noche. El papel amarillento y los bordes gastados conservaban la letra firme de su madre, esa mujer que había abandonado el valle para no volver, dejando atrás secretos, dolor y promesas incumplidas.

Valeria la había leído una y otra vez durante la noche. Las palabras resonaban ahora como un eco: “No dejes que el pasado te encadene, hija. Mira hacia adelante, pero nunca olvides quién eres ni de dónde vienes”.

Al bajar a la cocina, Teodora la esperaba sentada junto al fogón, abrigada con su chal bordado, el cabello recogido en una trenza que aún mostraba mechones oscuros entre las canas.

—Dormiste poco, ¿no? —preguntó con voz suave, sin necesidad de una respuesta.

Valeria se sentó a su lado y le tomó la mano.

—Soñé con mamá. Con el día en que me trajo a tu casa... Yo tenía miedo, pero tú me abrazaste tan fuerte que pensé que todo iba a estar bien para siempre.

Teodora sonrió, aunque sus ojos se nublaron un poco.

—Hicimos lo que pudimos. No siempre lo correcto, pero lo que el corazón nos dictaba.

—¿Crees que Don Ernesto puede cambiar? —preguntó Valeria de pronto.

El nombre del tío abuelo aún generaba una tensión sorda en la casa. Después de todo lo que había salido a la luz —las cartas ocultas, el desprecio hacia su madre, el control férreo sobre la hacienda y sus trabajadores—, costaba pensar en él como algo más que un símbolo del rencor.

Teodora bajó la mirada.

—La gente puede cambiar, hija. Pero no todos quieren hacerlo por amor. Algunos cambian por miedo. Y ese cambio... no siempre es verdadero.

Más tarde, Gabriel llegó con su cuaderno de apuntes bajo el brazo. Había pasado la noche revisando informes sobre el terreno de la vieja hacienda que Don Ernesto había ofrecido para la planta procesadora de café. La comunidad había depositado su esperanza en ese proyecto: una oportunidad para que los pequeños productores salieran del anonimato y comercializaran su café con marca propia.

—¿Lista para ir a la reunión? —preguntó, apoyándose en el marco de la puerta, con una sonrisa torcida.

—¿Y tú? —preguntó ella, ladeando la cabeza—. Aún no me dices qué piensas de la propuesta de Don Ernesto.

Gabriel respiró hondo.

—Sigo pensando que nada que venga de él es gratuito. Pero también sé que si logramos llevar a cabo el proyecto, podríamos transformar la vida de muchas familias. Solo... no quiero que tú te sacrifiques para lograrlo.

Valeria lo miró largamente. En su mirada había una mezcla de gratitud y ternura.

—Quizá no se trata de sacrificio —dijo—. Quizá se trata de cerrar un ciclo.

Gabriel asintió en silencio.

—Entonces vamos juntos. No dejaremos que esa decisión caiga solo sobre tus hombros.

La reunión se realizó en el salón comunal de San Sebastián, un edificio sencillo con paredes de adobe y techo de calamina, pero lleno de historia. Allí se habían tomado muchas de las decisiones más importantes para el Valle del Milagro, y esta no sería la excepción.

Los representantes de las comunidades cafetaleras estaban sentados en círculos, algunos con sombreros de ala ancha, otros con las manos callosas cruzadas sobre las piernas. Las mujeres, vestidas con polleras coloridas y chompas tejidas, observaban atentamente mientras Gabriel explicaba con entusiasmo el plan de la planta procesadora.

—No solo se trata de industrializar —decía—, sino de conservar lo que somos. Procesar el café aquí, con nuestras manos, con nuestra tierra. No más intermediarios. No más abandono.

Valeria lo miraba desde un extremo de la sala. Lo había visto crecer, cambiar, transformarse en un hombre con convicciones firmes. Pero en ese instante, comprendió que Gabriel no solo luchaba por su tierra, sino también por sanar las heridas invisibles que el pasado había dejado en todos.

Don Ernesto llegó tarde. Vestía su clásico terno gris, pero sin el sombrero que siempre llevaba. Sus pasos resonaron en el piso de madera y su presencia hizo que varias miradas se desviaran con recelo.

—Disculpen el retraso —dijo con tono grave—. He venido porque entiendo que hay decisiones que no pueden seguir postergándose.

Gabriel lo miró con una mezcla de respeto y desconfianza.

—Estamos aquí para decidir si aceptamos la cesión del terreno para el proyecto. Pero también debemos hablar con franqueza. Muchos en este valle no han olvidado lo que pasó antes. Ni cómo se usó la tierra como instrumento de poder.

Don Ernesto permaneció en silencio unos segundos. Luego miró a Valeria.

—A veces, uno se aferra a lo que conoce porque teme perder lo poco que le queda. Yo perdí un hermano... y lo perdí por no saber amar sin condiciones.




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