El sol de la mañana se filtraba con suavidad entre las hojas anchas de los platanales, tiñendo de dorado el patio de la casa de Teodora. Una ligera brisa arrastraba el perfume húmedo de la tierra recién regada, mezclado con el aroma de las gardenias que Valeria había plantado días atrás, justo bajo la ventana de la abuela.
Valeria se había acostumbrado nuevamente al ritmo de la vida en el Valle del Milagro. Ya no despertaba con el bullicio incesante de la ciudad, sino con el canto de los gallos, el silbido del viento entre los árboles y el tintinear de los cubiertos cuando la abuela preparaba su café.
Teodora, más animada desde que había comenzado a recuperarse, caminaba ya sin bastón por la casa. Aunque su fragilidad seguía presente, algo en su espíritu parecía más firme, más arraigado.
—Es el amor —decía con una sonrisa mientras pelaba guayabas en la cocina—. Nada cura tanto como saberse querido, hijita.
Valeria sonrió desde la mesa. Había pasado tantas tardes con Teodora así, conversando mientras cocinaban o tejían, que ahora sentía que el tiempo perdido comenzaba a sanar.
—¿Y tú, abuela? ¿Alguna vez te enamoraste así, como los cuentos que me contabas?
Teodora dejó la cuchara sobre la tabla, pensativa. Luego alzó la mirada con ese brillo que solo aparece cuando se habla de cosas vividas de verdad.
—Una vez. Hace muchos años. Pero fue un amor que no pudo ser. Era un forastero, un joven de Huánuco que vino a trabajar en las trochas. Tenía ojos como la tarde cuando empieza a llover. Se llamaba Mariano.
Valeria, sorprendida, se inclinó sobre la mesa.
—¿Y qué pasó?
—Pasó la vida, hijita. La diferencia de mundos, las obligaciones familiares, el miedo... Uno no siempre puede quedarse donde ama, a veces tiene que partir para sobrevivir.
Guardaron silencio. Un silencio suave, casi reverente. Luego Teodora suspiró.
—Pero nunca me arrepentí de haberlo amado. Porque amar, aunque sea solo una vez, te enseña a mirar distinto.
Esa misma tarde, Gabriel se presentó en casa con una caja de madera y una expresión misteriosa.
—¿Tienes un momento? —preguntó desde el umbral.
Valeria asintió, intrigada. Lo condujo al corredor, donde la sombra de los árboles creaba un remanso fresco.
Gabriel colocó la caja sobre la mesa y la abrió con cuidado. Dentro había documentos, planos, papeles antiguos y un álbum de fotos empastado en cuero.
—Lo encontré en el desván de mi madre. Es parte de la historia de nuestras familias… y creo que también nos pertenece a nosotros.
Valeria tomó el álbum y lo abrió con manos temblorosas. Las primeras páginas estaban llenas de fotografías en sepia: hombres con sombreros de ala ancha, mujeres con trenzas hasta la cintura, niños en medio de cafetales, sonrientes. Luego, más al fondo, aparecían imágenes más recientes.
—Mira —dijo Gabriel, señalando una en particular—. Este es tu padre, en una reunión de la cooperativa, junto a mi abuelo.
Valeria se quedó en silencio. Había escuchado historias, pero nunca había visto esa imagen. En la fotografía, su padre sonreía, rodeado de vecinos, entre ellos un joven Ernesto Paredes con el ceño fruncido, apartado del grupo.
—¿Y esto?
—Mi madre lo escondió cuando empezaron los conflictos entre las familias. Quiso protegernos, supongo. Pero creo que es hora de poner las piezas en su sitio.
Valeria cerró el álbum con cuidado.
—Gracias por mostrarme esto, Gabriel. A veces siento que la historia nos persigue, pero en realidad somos nosotros quienes debemos alcanzarla y mirarla a los ojos.
Gabriel sonrió, inclinándose hacia ella.
—Si la historia la escribimos juntos, tal vez logremos que el final sea distinto.
Y sin pensarlo, Valeria apoyó su frente contra la de él, dejando que el silencio entre los dos hablara de lo que todavía no sabían decir con palabras.
La noche llegó sin prisa, vestida con una brisa cálida que recorría los cerros del Valle del Milagro. Desde la ventana de su cuarto, Valeria observaba cómo los faroles del pueblo se encendían uno a uno, reflejando sus luces en las piedras mojadas de la calle. La conversación con Gabriel seguía girando en su mente, como un eco que no cesaba.
Aquella imagen de su padre y el abuelo de Gabriel, juntos, trabajando por la comunidad, se quedaba tatuada en su pecho. Pensaba en cuántas vidas fueron afectadas por la división de las familias, por los resentimientos que se heredaron como si fueran tierras.
Abajo, la voz de la abuela Teodora se oía en la cocina, cantando bajito una tonada antigua. Valeria se dejó envolver por ese sonido y bajó descalza, guiada por el aroma del cacao caliente.
—Gabriel se fue hace rato, pero dejó algo más —dijo Teodora, tendiéndole una servilleta de tela.
Al desenvolverla, Valeria halló un pequeño frasco de vidrio, lleno de semillas. En la tapa, una etiqueta escrita a mano: "Rescate ancestral – café de la quebrada La Esperanza."
—¿Qué significa esto? —preguntó Valeria, asombrada.