Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO LI

El aire en el Valle del Milagro parecía cargado de un aroma más dulce esa mañana. Era como si el cielo, las hojas del cafetal y hasta el murmullo del río supieran que algo estaba por cambiar. El pueblo, aunque aún golpeado por las verdades expuestas, comenzaba a latir con una esperanza nueva. Y en medio de ese renacer, Valeria y Gabriel caminaban sin prisa por el sendero que los conducía a la cascada de Yurac Yacu, un lugar que guardaba sus últimos recuerdos juntos antes de la partida de ella.

—¿Cuántas veces soñé con volver aquí contigo? —dijo Gabriel, apartando con delicadeza una rama de helecho para dejarla pasar.

Valeria sonrió, el cabello suelto, los ojos brillantes como la misma agua que caía en el fondo de la quebrada.

—Yo también. Pero en mis sueños, casi siempre eras tú quien no quería volver a verme.

—Yo nunca dejé de esperarte, Valeria. Aunque me dolía, aunque pensaba que todo había terminado, mi corazón... —la miró de frente—, mi corazón no supo olvidarte.

Las palabras, dichas con una ternura desnuda, suspendieron el momento en un tiempo sin relojes. Valeria se acercó, sin urgencia, como si toda la vida le hubiese enseñado a caminar hacia ese instante con paso firme.

—Tampoco te olvidé —respondió, colocando una mano en su pecho—. Guardé tu nombre como se guarda una semilla: entre algodones y promesas.

Gabriel la rodeó con los brazos. No hubo palabras. Solo el sonido de los pájaros, la caricia de la brisa, y un beso que supo a reencuentro, a raíces profundas y a estaciones que se cumplen.

Esa tarde, Teodora los esperaba con un mate caliente. Sentada en su sillón de mimbre, envuelta en una manta color bugambilia, les lanzó una mirada que mezclaba picardía con sabiduría.

—¿Y ahora sí van a dejar de caminar como gallinas sin rumbo? —preguntó—. Porque yo ya estaba por empujar a uno sobre el otro.

Gabriel se rió, más libre que nunca.

—Creo que la abuela sabía más que nosotros, Valeria.

—Siempre lo supo —admitió ella, apretando la mano arrugada de Teodora—. Me enseñó que lo que se cuida con amor nunca se pierde.

La anciana los miró largamente, con ojos que ya no veían como antes, pero sentían mejor que nunca.

—Entonces, escúchenme bien —dijo con voz pausada—. La tierra necesita amor. Y ustedes, que se han reencontrado bajo este cielo bendito, son parte de ese amor. No lo desperdicien por orgullo ni por miedo.

Valeria se inclinó y la besó en la frente.

—No lo haremos. Te lo prometemos.

—Prométanselo uno al otro —murmuró Teodora, cerrando los ojos, como si aquel acto fuera un rezo.

A la mañana siguiente, Gabriel llevó a Valeria a ver algo que había estado preparando en secreto. Cruzaron el puente colgante de San Sebastián, ese que los había visto despedirse de adolescentes, y caminaron unos veinte minutos por la ribera.

—¿Recuerdas este lugar? —preguntó él, señalando un claro entre árboles de guaba y achiote.

Valeria asintió. Era donde solían hablar de sus sueños, cuando la vida aún era una promesa.

—Quiero construir aquí nuestra casa —dijo él, deteniéndose frente a una piedra tallada con los nombres de ambos, aún visibles aunque el tiempo los hubiese desgastado—. Una casa donde haya espacio para la memoria, para la tierra... y para el amor que me diste y que yo nunca solté.

Valeria sintió que el corazón le latía tan fuerte como cuando era niña y corría descalza por el pueblo. Pero ya no era una niña. Era una mujer que había aprendido a sanar.

—Gabriel... —murmuró, conmovida—. No sé qué decir.

—Dime que sí. Dime que quieres quedarte conmigo no solo por tu abuela ni por el pueblo, sino por ti. Por nosotros.

Ella lo miró largo rato, como si en sus ojos encontrara todo lo que necesitaba saber. Luego asintió.

—Sí. Sí, Gabriel. Quiero sembrar contigo lo que este valle nos guardó todos estos años.

Se abrazaron, con el viento rodeándolos como un manto invisible. En ese instante, el Valle del Milagro no fue solo un lugar geográfico, sino el corazón mismo de su historia. Y en ese corazón, el amor echaba raíces profundas.

El compromiso tácito que sellaron en aquel claro no necesitó anillos ni testigos. Era un pacto nacido de raíces vivas y corazones abiertos. De regreso al pueblo, Valeria notó cómo el Valle del Milagro parecía envolverse en un aire distinto. Las flores en los bordes del camino lucían más vivas, y hasta las hojas del cafetal parecían susurrar bendiciones.

Al llegar, Doña Matilde, la vecina de la plaza, los detuvo frente a la iglesia.

—Valeria, hija, ¿no me vas a invitar a la boda? —dijo con tono medio en broma, medio en serio.

Valeria enrojeció, pero respondió con elegancia:

—Todavía no hay fecha, doña Matilde, pero ya tiene lugar asegurado.

Gabriel le guiñó un ojo. Valeria supo que, más allá de lo que dijeran los demás, lo importante era que finalmente sus caminos volvían a entrelazarse sin miedo.

Esa noche, Teodora los reunió en la sala. El fuego crepitaba en el fogón, y sobre la mesa había preparado su infusión de cáscara de naranja con hierbaluisa.




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