Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO LII

El cielo del Valle del Milagro amanecía cubierto por nubes suaves como algodón. Desde la colina que bordeaba el río, Valeria contemplaba la neblina elevarse con lentitud, como si el tiempo hubiera decidido detenerse para ella. Llevaba un vestido sencillo, blanco como las flores de café en floración, y en sus manos sostenía una carta. La misma que había encontrado entre las cosas antiguas de su abuela Teodora, semanas después de su partida.

Gabriel apareció tras ella, sin hacer ruido. Sus pasos eran conocidos, parte de la música con la que su corazón ya sabía bailar. La brisa le revolvió el cabello, pero no desvió la vista del horizonte. Desde esa altura se divisaba todo: las chacras sembradas, los caminos empolvados, el puente colgante de San Sebastián, y las calles por donde, alguna vez, corrieron niños con cometas hechas de caña y papel de arroz.

—No has leído la carta aún, ¿verdad? —preguntó él, suave, como si el aire se lo hubiese susurrado.

Valeria negó con la cabeza.

—No me atrevo —dijo—. Es como abrir una puerta que no quiero cerrar del todo. Como si, al leerla, mi abuela terminara de irse.

Gabriel se acercó y le tomó la mano.

—Tal vez al leerla, vuelve un poco. A través de sus palabras.

Valeria lo miró. En los ojos de Gabriel había un amor inquebrantable, una fe construida sobre años de espera, de silencios, de promesas no dichas, pero siempre latentes.

—¿Quieres que la leamos juntos?

Ella asintió, y sin soltar su mano, desplegó con cuidado la carta escrita con la caligrafía fina y algo temblorosa de Teodora.

"Hijita querida:

Si estás leyendo esto, es porque el tiempo ya no me ha alcanzado para decírtelo todo. No temas. La muerte no es final, es cambio de estación. Como cuando las flores caen para que otras puedan crecer.

Quiero que vivas. Que ames sin miedo. Que vuelvas a mirar a Gabriel con los ojos del corazón, porque tú y él están hechos de la misma tierra. Él te esperó, como se espera la lluvia después de una sequía. Y tú volviste, como regresan las aves que saben dónde está su nido."

Valeria sintió que las palabras se le deshacían en el pecho. Gabriel la envolvió con sus brazos y la sostuvo contra él.

—Ella sabía —murmuró Valeria.

—Siempre lo supo —respondió él.

La carta siguió hablándoles desde el pasado:

"No dejes que el orgullo te impida construir lo que siempre soñaste. El Valle del Milagro necesita personas que lo amen y lo cuiden, pero también que se amen entre ellas. La tierra es sabia, pero el corazón lo es más."

"Recuerda que los rencores de ayer no deben ser las cargas de mañana. Tu tío abuelo, don Ernesto, vivió consumido por el miedo a perder poder. Pero tú, Valeria, tienes el don de sanar, no solo cuerpos. Puedes sanar memorias, sanar heridas que ni él supo reconocer."

Valeria respiró hondo. Recordó la última mirada de don Ernesto, antes de ser trasladado a la capital. Aquella expresión ya no era altiva, sino cansada, vencida por los fantasmas que él mismo había alimentado.

—Gabriel... ¿y si de verdad empezamos de nuevo?

Él no respondió con palabras. Tomó su rostro entre las manos y la besó con dulzura, con el respeto de quien sabe que el amor necesita tiempo, pero también decisión. Fue un beso sin prisa, con la serenidad de lo esperado largamente.

Después, caminaron tomados de la mano hasta el puente colgante. El mismo donde, siendo adolescentes, habían dejado una promesa atada con un hilo rojo. La cuerda ya no estaba, pero la memoria sí.

—¿Te acuerdas de lo que prometimos aquí? —preguntó Gabriel, mientras el viento hacía crujir las tablas de madera bajo sus pies.

—Claro que sí. Que volveríamos al Valle. Que lo cuidaríamos. Y que si aún sentíamos lo mismo… —Valeria se detuvo, temblando un poco— …nos elegiríamos de nuevo.

Gabriel se volvió hacia ella. Le tomó ambas manos.

—Entonces elige.

Ella lo miró a los ojos, profunda y decidida.

—Te elijo, Gabriel Aquino. Hoy, y todos los días que vengan.

Él sonrió con ternura.

—Y yo a ti, Valeria Paredes. Siempre.

Desde el otro extremo del puente, algunos niños del pueblo los observaban con curiosidad, antes de volver a correr entre las orquídeas y helechos. El río seguía su curso bajo ellos, indiferente y eterno.

—¿Y si hacemos algo más? —propuso ella, de pronto.

—¿Qué cosa?

—Abramos el centro de salud que soñábamos. Aquí, en el Valle. Uno donde la medicina moderna y las prácticas ancestrales convivan. Donde nadie tenga que irse para sanar.

—¿Y tú dirigirás?

—Contigo. Si tú cultivas la tierra, yo cuidaré a su gente.

Gabriel la abrazó con fuerza, y supo que ya no había nada que temer. El Valle del Milagro volvía a florecer, y ellos también.

En los días siguientes, Valeria y Gabriel comenzaron a trabajar juntos. Desde la casa de Teodora, ya en proceso de convertirse en un pequeño centro comunitario temporal, trazaron el plan que venían postergando desde su juventud: crear un espacio donde la salud, la tradición y la esperanza se dieran la mano.




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