Tu Bello CorazÓn

EPÍLOGO

Años después, el Valle del Milagro seguía igual de verde, igual de vivo. Los cafetales se extendían como un tapiz brillante, las bugambilias trepaban por las paredes de las casas, y el río seguía murmurando las historias que pasaban de generación en generación. Nada parecía haber cambiado... y sin embargo, todo era distinto.

Valeria caminaba por el sendero empedrado que llevaba al puente colgante de San Sebastián, de la mano de su hija de seis años. La pequeña —de cabello oscuro y ojos claros como su padre— correteaba entre las hojas secas, con una risa que resonaba como campanitas en el viento.

—¿Este es el puente de la promesa? —preguntó la niña, señalando las tablas que crujían con el paso del tiempo.

—Sí, mi amor. Aquí tu papá y yo nos prometimos que, pasara lo que pasara, siempre nos encontraríamos otra vez.

La niña se detuvo. Observó el paisaje, el río, las montañas cubiertas de neblina.

—¿Y se encontraron?

Valeria sonrió. El viento le movió un mechón de cabello.

—Sí. Porque los corazones que se aman de verdad nunca se pierden. Solo se esperan.

Gabriel apareció al final del sendero, cargando una canasta con frutas y una manta. Aún tenía esa forma de mirar que detenía el tiempo, ese gesto sereno de quien sabe que el amor se construye cada día.

—¿Preparadas para el picnic? —preguntó, acercándose con una sonrisa que aún le hacía cosquillas al alma de Valeria.

—Solo si hay pan con queso y plátano asado —respondió la niña, abrazándolo.

—Y jugo de cocona —añadió Valeria, riendo.

Se instalaron bajo el árbol de guayaba que crecía cerca del puente. El almuerzo fue sencillo, como siempre, pero lleno de palabras pequeñas que tejían momentos grandes.

Después, mientras la niña dormía acurrucada sobre la manta, Valeria recostó la cabeza en el pecho de Gabriel.

—¿Te acuerdas cuando todo parecía perdido? —susurró.

—Sí. Y también recuerdo que fue ahí cuando más te amé.

Valeria alzó la mirada. El cielo estaba despejado, con algunas nubes que cruzaban lentamente sobre el valle. En el fondo, se escuchaban las campanas de la capilla, y el eco de una canción popular entonada por los niños de la escuela.

—¿Te parece que lo hemos logrado? —preguntó ella, casi en un murmullo.

Gabriel la besó en la frente, con ternura.

—Lo estamos logrando cada día. En ti, en nuestra hija, en este lugar. Aquí florece todo lo que sembramos.

Y entonces, como si el Valle mismo les respondiera, un arco iris asomó tras las montañas, cruzando el cielo como un lazo de colores sobre la tierra. Valeria cerró los ojos y respiró profundo. No había dolor, ni duda, ni sombra.

Solo quedaba el amor. Ese amor que, como el café recién tostado y los cuentos de la abuela Teodora, se quedaba para siempre en el corazón.

Tu bello corazón era ahora el suyo, el de Gabriel, el de su hija, el del Valle del Milagro entero. Una historia tejida con raíces profundas, donde cada latido era una promesa cumplida.

FIN




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