Tu cuenta y yo me escondo

Capítulo I

Ese día me levanté más temprano de lo habitual para ir traba­jar, puesto que la fuerte lluvia cimbrando el techo de la casa me mantuvo despierta desde las cinco de la mañana. Mientras en las calles luchaban contra las inclemencias del tiempo, yo me hallaba de pie frente a la puerta corrediza que da al patio, disfrutando de una humeante taza de café. Me asomé por la ventana y fijé la vista hacia un horizonte nada alentador. Sin embargo, debí salir a en­frentar ese tráfico que se había convertido en un estacionamiento. Eran las siete de la mañana, pero toda la maquinaria laboral ya se había echado a andar.

Mi casa se hallaba en los límites de la ciudad, donde por las noches aún se podía contemplar un firmamento estrellado. Pero esa ma­ñana, el cielo parecía ser el fondo del océano. Los estruendos que hacía unos instantes se escuchaban a la lejanía retumbaban ahora en mi cabeza, anhelando poder ver más allá de una cuadra. En un día “normal” llegar al trabajo no me tomaba más de veinte minu­tos, pero ese día se volvió imposible avanzar un par de metros. El tiempo mantenía su avance e irritaba uno a uno mis sentidos.

«Buscaré un atajo y saldré de este tráfico infernal.»

El conductor de una camioneta me permitió el paso, detalle que agradecí. Al incorporarme a la avenida Alcalde, el agua sucia salpicada por un camión urbano colisionó contra el parabrisas de mi coche, por ello perdí la visibilidad. Instintivamente pisé el fre­no toscamente, y las ruedas delanteras derraparon.

Di un volantazo para no estamparme contra el taxi que iba delante de mí, ocasionando que quedara atravesada en medio de la avenida y sin espacio suficiente para maniobrar.

«No tengo que perder la calma.»

Los bocinazos aturdían mis oídos. Intenté darme de reversa y solo pude moverme unos cuantos centímetros, giré el volante hacia la derecha para enderezarlo, pero un ciclopuerto me impidió el paso. Ahora estaba atrapada entre el ciclopuerto, la camioneta y mi imprudencia, segura de que tardaría más de una hora en salir de allí, siempre y cuando los bocinazos no alteraran mis sensi­bles nervios. Intenté ser paciente y empecé a contar hasta diez, no pude, luego hasta mil, tampoco. Rápidamente mi paciencia se vio agotaba con el estrepitoso ruido de los coches, finalmente estallé.

Bajé del coche, cerré la puerta con violencia y al dar el primer paso, mis zapatillas se hundieron en un enorme bache. El agua fría me carcomía los pies y adormecía mi cabeza, por lo que agra­decí no haberme puesto ni una gota de maquillaje cuando me vi empapada. Sin titubear me dirigí hacia la camioneta que me había cedido el paso, y que ahora me estorbaba. Su ocupante bajó la ventanilla cuando estuve a punto de romper el cristal con el puño, para dar paso a la lluvia fría que impactaba su rostro.

—¿Qué es lo qué te propones vieja loca?

—¿Acaso no te has dado cuenta de que me estorbas?

Le grité para hacerme escuchar por encima de la lluvia y él me contestó en el mismo tono.

—Hay espacio suficiente, sólo endereza el coche y ¡quítate de mi camino!

—¿Cuál espacio suficiente? ¿Acaso quieres qué vuele por en­cima de la camioneta?

—Eso no tendría nada de raro, pues supongo que ya estas ha­bituada a volar montada en una escoba.

—¡Eres un estúpido! No soy ninguna bruja, aunque… si puedo desaparecer cosas. ­

—¿Estás segura? Si gustas puedo preguntarle a tu familia.

Enardecida logré meter mi mano por la ventanilla, tomé sus llaves y las aventé lejos de su alcance.

—¿Qué acabas de hacer? ¡Te volviste loca!

Su incredulidad se convirtió en ira, seguido de eso, abrió la puerta de su camioneta para enfrentarme y yo debí dar un par de pasos hacia atrás. Pero al verme hecha un desastre en medio de la avenida, prefirió conservar una expresión prudente, sin embargo y tomando en cuenta lo que acababa de hacer, no me habría sor­prendido si intentara tomarme por el cuello con la intención de asfixiarme.

—¡Mejor quítate de mí vista! —me gritó furioso.

No supe que contestarle y sólo atiné a retirarme rápidamente al coche.

—¡Tú no vas a ningún lado! —exclamó frenético y tomó mi brazo por la espalda.

—¡Suéltame! —le gritaba mientras forcejeaba para escapar.

—No, hasta que me ayudes a buscar las llaves. ¿O prefieres qué resolvamos esto con la policía?




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