Tu cuenta y yo me escondo

Capítulo II

La lluvia replicaba con fuerza sobre el cristal de la ventana, devolviéndome de la distracción en la que me encontraba a la rea­lidad. Decidí quedarme a trabajar un rato más, hasta pasadas las ocho de la noche. Froté mis ojos y levanté la cabeza por encima de la computadora. Todos los compañeros, excepto Martha, se habían marchado a casa.

Había dejado de llover, pude verlo a través de la ventana. La tenue oscuridad parecían confundirse con aquellos tonos grises que prevalecían y, según los pronósticos meteorológicos, el cielo continuaría viéndose del mismo tono en cuanto amaneciera.

No deseaba regresar directamente a casa, pero debí recoger mis cosas. Tenía aún la cara entumida y los pies fríos. Encaminé mis pasos hacia la salida sin preocuparme por caminar derechi­ta, pues casi todos mis compañeros se habían ido ya. No aguan té más, debí perder la penita y pedirle a Martha unos zapatos de emergencia.

—Te los presto siempre y cuando me invites a tomar un trago.

—Siempre lees mi pensamiento —le contesté complacida.

Media hora más tarde, nos vimos frente a una espumosa cerve­za en el mismo bar donde solíamos reunirnos algunos días entre semana. Los zapatos que me había prestado Martha me quedaron muy bien, aunque tenían al menos diez centímetros de tacón y bastante incómodos para caminar sobre el suelo encharcado. Ella se mostraba muy insistente, que su mirada me obligaba a que le contara detalles de lo sucedido en el atasco de la mañana, por lo que me vi obligada a relatarle el resto de donde me había quedado. De pronto, mi estado de ánimo sufrió un giro estrepitoso, me vi extraña y melancólica, y su misión de amiga era insistir en saber la causa; solía decir siempre.

Éramos amigas desde hacía mucho tiempo, a ambas nos en­cantaba recordar la manera en que nos conocimos y que, debido a las circunstancias, tuvimos que compartir un cuartito en los pri­meros años en la facultad. Recuerdo que llegué a Guadalajara a las nueve de un domingo por la mañana. Doña Mary, una dulce anciana, olvidó que hacía una semana que había arrendado el últi­mo cuarto que le quedaba disponible y nos dio a ambas copia de la misma llave. Al momento de llegar a la habitación, abrir la puerta y encontrarla acostada plácidamente, supe que tendría serios pro­blemas el resto del ciclo escolar y este apenas comenzaba.

Después de alegar con ella un rato y de no haber llegado a un acuerdo, decidí ir a hablar con la ancianita para que la corriera a patadas del cuartito, pero la persuasiva de Martha me convenció de que podríamos compartir, tanto los gastos de estancia como los de alimentación, por lo tanto, el dinero que nos ahorraríamos serviría para cumplirnos algunos caprichitos.

Fuimos compañeras durante toda la carrera y nunca más nos separamos. Existían diferencias muy marcadas entre nosotras en todos los sentidos, aunque tal vez por ese motivo nos comple­mentamos de maravilla, pues las carencias de una se suplían con los excesos de la otra, por lo que se dio un vínculo tan fuerte que nada ni nadie pudo romperlo nunca.

—Eres una monada como protagonista de argüendes mañane­ros —comentó Martha—. Eso es más propio de mí. ¿Y qué fuera guapo no ayudó en nada?

—No, en nada, aunque debo reconocer que es uno de esos chicos que te invitan a voltear la cabeza cuando pasan a tu lado.

Martha se echó a reír.

—Siendo así, yo le hubiera entregado las llaves junto con mi número telefónico.

Ese comentario me hizo sonreír. Creí que nada de aquel terri­ble día me podría causar la más mínima sonrisa y conforme pasa­ron las horas, todo iba perdiendo su dosis de dramatismo.

Las bebidas continuaron desfilando por nuestra mesa, y cuan­do Martha notó que los efectos del alcohol me habían relajado, volvió a insistir.

—¿Te gustó verdad? —inquirió mientras llevaba mis labios a la botella.

—¿De qué hablas?

—Del chico que conociste.

—¿Te refieres al de la fiesta? Ah, sí, tal vez luego le hable. Me la pasé muy a gusto, pero no se merece una llamada mía.

—¡No te hagas que la virgen te habla! Me refiero al chico que conociste hoy.

—Claro que no. No niego que me gustaría verlo, pero sólo para clavarle este pedazo de tacón en un ojo. Ese tipo de rostro es muy común y fácil de… digerir.

—Pues espero que la digestión no te caiga de peso, como lo está siendo al momento de deglutirlo —bromeó Martha con su habitual serenidad.




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