Tu cuenta y yo me escondo

Capítulo III

A primera hora, Sandra González, la directora del colegio, so­licitó la presencia de todos los docentes en la sala de juntas a una reunión sorpresa. El motivo principal, obedecía a realizar los fes­tejos por los cincuenta años de su fundación que, de entrada, so­naba distinto al de todos los años. Jesús Ortega tomó la palabra e hizo una breve exposición de ideas, estas consistían en realizar un simple periódico mural, donde se colocaran fotos de los eventos más importantes hasta llegar a la fecha actual. A Jesús le sucedie­ron otros compañeros, hasta que llegó mi turno y sugerí que el festejado fuese el docente, gente de menor o nula notoriedad en la sociedad, por ello defendí la recompensa tentadora y reconfortan­te de aparecer cada ciclo escolar reviviendo la historia de nuevos estudiantes; llevados esta vez de la mano de su hermano, por lo que propuse exhibir las biografías de los maestros más sobresa­lientes que habían pasado por sus aulas. Sandra escuchó con cierto interés nuestras sugerencias y, al concluir, dejó caer una carpeta con un montón de fotos en su interior.

—Vamos a realizar un anuario dedicado a los alumnos que formaron parte de esta escuela. No estamos hablando de cual­quier ex alumno, sino de los más brillantes —dijo emocionada la directora—. En la ciudad radican algunos y los he seleccionado con detenimiento.

—A ti te asignaré al primero de la lista: Alí García Chávez.

Esperó a que viera la foto que había en la carpeta y, continúo:

—Quiero que investigues todo sobre él.

—¿Quién es Alí García? —pregunté desconcertada.

—Es un cocinero aventurero que visita los lugares más extre­mos del país y los reta en la preparación de su mejor platillo —me informó—. En la carpeta tienes algo de información.

—¿Nos interesa conocer a un cocinero loco? —inquirí escép­tica.

Nadie se atrevía a poner en duda las decisiones de Sandra, des­pertando con esto el interés del resto de los compañeros en un murmullo generalizado.

—Es guapo, interesante y exitoso, sería bueno que platicaras con él y lo conozcas —comentó conocedora de mi gusto por las excentricidades.

No se trataba de una broma, en eso consistía el evento central.

—Manos a la obra —dijo la señora y asignó uno a uno el resto del trabajo.

Luego dio por concluida la reunión. La observé retirarse y desee salir corriendo detrás de ella, darle un par de cachetadas y una zangoloteada de cabeza con despeinada incluida. No hice nada de eso y sí sonreír nerviosa con una mueca de horror dibujada en el rostro, al no tener ni idea de cómo abordar y menos entrevistar a un loco. Tomé la carpeta que habían dejado para mí y abandoné la sala con un gesto confundido.

No había mucha información en las hojas que Sandra me había entregado, solo datos algunos personales y una breve descripción de sus viajes. No mencionaba si estaba casado o si tenía alguna relación estable, tan sólo decía que uno de sus familiares residía en la ciudad. Su padre tenía un pequeño bar en el centro de la ciudad. En cuanto terminó sus estudios gastronómicos el ahora famoso personaje, estuvo trabajando aquí y allá. Tenía más de quince años de experiencia como cocinero. Empezó su carrera de ayudante y pronto se convirtió en titular en un modesto restorán local. Cuatro años más tarde abandonó ese empleo y consiguió otro, pero ahora como encargado de cocina en un naciente resto­rán italiano. Comenzó entonces una brillante carrera especializa­do en cocina internacional.

En los buscadores encontré algo de información y un par de imágenes que me hicieron comprender porque Sandra había mos­trado tanto interés en él. En la primera, aparecía fotografiado en plena acción gastronómica, era un hombre muy atractivo, tosca­mente masculino y su alborotado cabello le confería un aspecto desenfadado y viril, algo salvaje; de ojos cafés penetrantes y se­ductores. En la segunda, vestía informal e insinuante; sus panta­lones desgastados de mezclilla marcaban unas piernas poderosas, y enfundado en una camisa negra arremangada hasta los codos, se ajustaba unos pectorales que dejaba adivinar el resto de su anato­mía, que me pudieron comprobar su gusto por el deporte.

No sabía por qué su rostro me resultaba vagamente familiar, observaba una y otra vez las fotografías y me entretenía memori­zando cada uno de sus rasgos frente a mi rostro. Estaba convenci­da de que lo había visto antes y de que no hacía demasiado tiempo de ello.

¿Pero dónde? Tal vez en el parque o simplemente en la calle. Fijé la vista en las fotografías cómo reclamándole, de pronto, sur­gió de aquellos labios esa voz tan masculina que me decía:




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