Tu cuenta y yo me escondo

Capítulo IV

Dentro del coche y ya incorporada al tráfico aceleré intentando llegar con urgencia a no sé dónde como tantos otros días. Habién­dome percatado de ese hecho de a poco fui levantando el pie del acelerador y la velocidad disminuyó a veinte, luego a diez kiló­metros por hora hasta verme obligada a estacionarme a un lado de la calle, ahí recliné la cabeza en el asiento y cerré los ojos por un momento, pues no había un sólo motivo para volver pronto a casa. Allá afuera todo era frío, pero el coche era un rincón cómo­do y acogedor. Algo había cambiado, mi rostro irradiaba gozo y satisfacción. Una luz intermitente proveniente de la otra acera me hizo abrir los ojos.

«¡Justo lo que necesito, un café y un churro!»

Salí del coche cruzando la oscura calle sin mirar a ambos lados.

El claxón de un auto rasgó el silencio de la noche y ensordeció mis tímpanos. El rechinido de los frenos alertó que me encontra­ba en peligro, la potente luz de los faros que se aproximaban me cegaron hasta hacerme trastabillar y caer hacia atrás, protegién­dome de la torpe caída con las palmas de las manos.

Aterrorizada ante el avance de la pesada máquina, atiné a arrastrarme ayudada de pies y manos. Los músculos se negaron a responder pese a que deseaba salir corriendo. Pero justo antes del inminente impacto el coche se detuvo por completo. Revisé los daños físicos, sólo tenía raspaduras en las palmas de las manos; el resto del cuerpo parecía estar completo. El corazón latía fuerte y las piernas no reaccionaron cuando intenté ponerme en pie.

Escuché una voz hablarme al tiempo que sujetaba mis manos para ayudar a levantarme tomándome de los brazos, se aseguraba de que no hubiera más sangre que la que tenía en las manos. Sen­tía extravío aún, pero de a poco todo comenzaba a cobrar sentido.

—¿Te encuentras bien? Dime algo —me preguntaban con desesperación

Los ojos claros me observaban asustados mientras intentaba recordar sus rasgos. Su corte de cabello por ningún lado y sus la­bios gruesos me eran familiares. El coche que hacia un momento casi me atropella era una camioneta Frontier negra y el hombre que me sujetaba era... Alí García.

—Estoy... estoy bien.

Respiré muy hondo.

—Me diste un susto tan fuerte que sentí morir, apareciste de la nada —me reprochó—. ¿Puedes caminar?

Asentí con la cabeza aun nerviosa, pero luego miré mis manos ensangrentadas y palidecí.

—Sólo tengo raspones en mis manos.

Busqué en el bolso pañuelos para limpiarme, mientras él se aseguraba de qué los raspones fueran las únicas heridas sufridas.

—Pues yo no estoy bien, tú por poco me provocas un ata­que al corazón —me atacó hablando en tono molesto y áspero—. ¿Acostumbras cruzar la calle sin antes voltear ver a los lados?

—Iba distraída.

—Uno puede distraerse viendo televisión o leyendo un libro, pero no cruzando la calle, ¡pude haberte atropellado!

—¡Deja de gritarme! Lo único que me importa ahora es irme a casa cuanto antes.

—Pues en ese estado no irás sola a ningún lado. Ven sube a la camioneta, te llevaré a mi casa y curaré tus heridas.

«Te llevaré a mi casa ¿y tú nieve de qué sabor la quieres?»

Sin fuerzas para protestar parecía no tener de otra que aceptar su propuesta, pues todavía me temblaban las piernas, además, en los brazos del cocinero me sentía protegida y seguro azotaría so­bre el suelo en cuanto me soltara.

—Estoy perfectamente, no me pasó nada.

—Entonces lo que traes en tus manos, ¿es salsa de tomate?

—No seas exagerado. Me voy a casa. Conduce con más cuida­do —le increpé—. Tienes suerte de no te hayan quitado la licen­cia por manejar así de feo.

Mis palabras no inmutaron al sinvergüenza.

—Si hubiera llegado a rozarte siquiera, estoy de acuerdo en que tendrían que haberlo hecho.

Recompuse mis ropas, me despedí de Alí con amabilidad y su mirada me abrazó cálidamente hasta provocarme cierto pudor, por lo que detesté romper ese reconfortante momento.




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