Tu cuenta y yo me escondo

Capítulo V

Las fuertes lluvias que habían azotado la ciudad durante días al fin se disipaban. Tonalidades grisáceas y azules claros perfilaban el cielo ahora. El sol se asomaba tímidamente entre las nubes.

Como cada año, pronto las temperaturas descenderían drás­ticamente y la ciudad se vestiría de luces multicolores por la Na­vidad.

Martha decidió visitarme y, al entrar soltó una exclamación de admiración por la forma en que había adornado mi casa.

—¿Te gusta?

—Es perfecta.

Luego se acercó intranquila hacia el ventanal que da al patio, la sombra de la incertidumbre contrajo sus facciones procurando sonreír lo suficiente. Ella me visitó como todos los años para ase­gurarse de que todo estaba bien. Yo, por mi parte me sentía tran­quila, y sin embargo hacía mucho tiempo que no sonreía con total plenitud. Todo resplandecía, las señales eran positivas por lo que, respiró aliviada, apreté su mano y la obligué a que me mirara.

—Amiga ya han transcurrido muchos años, tantos, que creo que ni siquiera soy capaz de recordar su nombre, sus recuerdos me han alterado un poco, es cierto, pero mis sentimientos están enterrados todos —sentencié contundente.

Martha parpadeó todavía perpleja por la inesperada declara­ción, no obstante, sabía que no debía hacer más preguntas, al me­nos por el momento.

Minutos antes de que ella llegara, me hallaba recordando que un día como hoy se cumplirían quince años del fallecimiento de mi gran amor. Deseaba que ya no me doliera, pero el momento se convirtió en una sensación extraña, trayendo a mi mente bonitos recuerdos que causaron a la vez dolor en el alma. Ese recuerdo se materializó en mis pensamientos con persistencia, recuperando imágenes tan reales que tuve la sensación de que si extendía la mano podría tocarlas. Mi mente vagaba y me veía en los brazos del pasado, tales como cuando me dejaba acariciar por mi amado mientras los rayos de sol veraniego envolvían nuestros cuerpos sobre la superficie boscosa.

Martha vio en mi mirada que todavía se iluminaba cuando lo recordaba. Me hice la fuerte y me aproximé a ella.

—Sí, es cierto, a veces me siento sola... y ahora mismo quiero abrazarlo —reconocí.

—Todo este asunto de la fecha te tiene alterada, pero cuando menos te lo imagines volverás a sentir que el mundo te sonríe.

—¿Tú crees?

—Sin duda alguna.

—Tal vez si tuviera otra persona… digo otra cosa en qué pen­sar sería diferente.

—Pues, ahí tienes al cocinero estrella —se burló Martha.

—No lo creo —respondí muy segura.

—Supe que administra un pequeño bar en la avenida Juárez.

—¿Y tú como lo sabes?

—Tengo mis conectes.

—Te equivocas, no siento nada por él —titubee.

—Eso habría que investigarlo, ¿no crees?

—¿Qué? Lo de investigarlo o de que dudas de mis sentimien­tos.

—Pues... ahora que lo pienso, me gustaría saber de ambos ca­sos.

—Hasta acá puedo escuchar lo rápido que trabaja tu cerebro y quiero escuchar esa noción tuya. Adelante, te escucho.

—Por el amor de Dios, es obvio que el amor por tu trabajo no te permitirá darte otra oportunidad.

—Es cierto, pero no le llamaría amor, yo le llamaría pasión. Adoro lo que hago y me mantiene ocupada en todos los rubros de mi vida —repuse.

—¿Pasión? ¿Así le llaman ahora a la calentura? —dijo Martha y se echó a reír.

—Eres una irreverente —la señalé contagiada por su risa.

—Ya en serio, ¿por qué rechazaste su invitación?

—Él me da lo mismo, y no me parece tan interesante como lo es para ti.

—Por Dios, Estela, quién diría que de aceptar esa copa, fueras a terminar haciendo otras cosas igual de interesantes.

—No me siento cómoda con hombres arrogantes, ya lo sabes.

—¡Oh, cielos! —exclamó—. Me lastima escucharte decir eso. ¿Sabes lo complicado qué es encontrar a hombres como él en esta ciudad?

—Estoy segura de que los hay, pero con lo especialita que eres y gracias a la poca ropa que usas siempre los espantas a todos.




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