Tu cuenta y yo me escondo

Capítulo VI

A falta de una semana para navidad, ya respiraba el ambiente festivo de las fiestas decembrinas. Desde que vivía en Guadalaja­ra, tenía por costumbre tomar por asalto las tiendas de la ciudad que, una semana, me resultaba insuficiente para hacer mis com­pras, pues a nadie le gustaba más que a mí esas fiestas.

Ingresé a una tienda departamental, examinaba las etiquetas con los precios que colgaban de las prendas; en eso estaba cuando de pronto, mi pecho se comprimió y debí correr a ocultarme tras el muro más ancho que encontré. Mi graciosa huida fue una res­puesta improvista, fruto del pavor que me producía toparme con el cocinero. Seguí sigilosamente todos sus movimientos ocultán­dome entre los aparadores con los músculos rígidos y entumidos. Mi reacción era muy tonta, lo acepto.

«¿De qué se suponía que estaba huyendo? ¿Habrá conseguido un ejemplar del anuario?»

Probablemente huía de esa posibilidad.

Me armé de valor y decidí ya no ocultarme. Merodee su entor­no memorizando las palabras precisas para no delatarme, obvio, sin disculparme.

—No imaginaba que fueras la clase de hombre que compra personalmente sus regalos —dije envalentonada.

Él se giró al reconocer mi voz.

—¡Oh, rayos¡ Pero si es la intrépida maestra que juega en sus ratos libres a ser reportera. ¿Cómo te va? —preguntó sardónica­mente.

—Me va bien.

Observé la etiqueta de una sudadera con el precio marcado que sostenía entre sus manos.

—No te aconsejo qué lo compres.

—¿Por qué no?

—Ya se está poniendo amarillenta.

—No iba a comprarla, sólo estaba comparando el precio que vi en otra tienda —se explicó.

Zigzagueaba entre los estantes y yo seguía sus pasos casi pi­sándole los talones.

—Los modelos a la moda están expuestos en aquella direc­ción, aunque son más caros —le indiqué.

—Entonces creo que iré en la dirección contraria.

Cuando él giró hacia la dirección que le había indicado, estuvo a punto de tropezar contra mí.

—¿Acaso llevas comisión por informar a los clientes?

—Lo hago para ayudar. Leíste tu artículo en el anuario, ¿ver­dad?

—¿Artículo llamas a lo qué escribiste? ¡Te cobraste la broma sobre las mujeres qué toman café con leche! —contestó usando un tono despectivo—. Me describiste como un tarado.

—No tengo nada contra ti —dije apenada—. Sólo hice lo que me pidieron y no espero lo comprendas.

—Cuando te invité una copa, te esforzaste inútilmente en ha­cerme creer qué no tenías ningún interés en mí —dijo mientras se acercaba.

—Y sigo sin tenerlo.

—Ah, ¿no?

—Te informo que perdiste valioso tiempo hablando con per­sonas que sólo vi una vez. Si hubieras preguntado, yo mismo hu­biese saciado tu morbosa curiosidad sobre mi vida privada y sin recurrir a terceras personas. Nos habríamos ahorrado las palabre­rías para entrar de lleno a la verdadera acción.

—Te advierto, tengo novio —le dije para desechar su insi­nuación.

—¡Que miedo!

—¿Cómo sabes que no llegará en este instante?

—Suponiendo que eso fuese cierto, ¿sabe él qué te gusta otro hombre?

—Eres un descarado.

Descubierta, busqué alguna réplica inteligente con la que re­virtiera su orgullo de macho, pero mi cerebro se había quedado en punto muerto.

—Aún está abierta la invitación del trago. De aceptar quizá podría perdonarte.

—Pues te equivocas, no tengo porqué disculparme. Será me­jor que siga mi camino, aquí me estoy congelando.

—Por si cambias de parecer, ya sabes dónde puedes encon­trarme. Te deseo… feliz Navidad.

—¡Hey! Feliz Navidad.

Él se inclinó para despedirse de un beso en la mejilla, por lo que nuestros cuerpos se rozaron irremediablemente. Ese roce me mantuvo quieta como una estatua, pues ninguno de los dos cedía en romper el cálido contacto que me desentumía hasta la punta de los dedos de los pies.




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