Tu cuenta y yo me escondo

Capítulo VII

Con la llegada de las cálidas temperaturas del mes de marzo, mi ánimo mejoró. Aunque el frío invierno había deshojado los arboles del jardín, éstos florecían bajo los primeros vestigios de la primavera. Se visualizaba la explosión de colores, brillando el verdor entre tonos rojizos y anaranjados bajo el luminoso azul del cielo. Disfrutando ahora de hermosos atardeces y del paulatino alargamiento de los días.

Inesperadamente tocaron a la puerta. Martha apareció segun­dos después frente a mí. Entró y corrió a sentarse en un sillón, cruzó las piernas y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Qué pasa? Me pones nerviosa. No es necesario que actúes de forma tan teatral cada vez que quieras decirme algo.

—¿Todavía las llevas puesta?

—¿Las qué?

—Las botas.

—Ah, sí, son muy calientitas.

—¿Y no piensas quitártelas?

—Sabes que siempre tengo los pies fríos.

Martha peló los ojos como plato y luego soltó una risa burlona.

—¿No has vuelto a saber nada de él?

—No, la última vez fue un día después de Navidad, cuando llegué a casa y me encontré con un paquete envuelto en papel de regalo frente a la puerta. Había una nota en el interior de la caja, que decía:

“Para que nunca vuelvas a resbalar sobre el piso mojado”.

En ella estaban estas botas que, aunque no le costaron más de ochocientos pesos, me encantaron. Días después, traté de loca­lizarlo para agradecerle el entrañable detalle, pero siempre que pasaba por el bar nunca lo encontraba abierto. Le envíe un correo electrónico como última alternativa, sin embargo, nunca me lo contestó.

—Pues, te tengo un par de noticias.

—¡Cuéntame qué pasó con él!

—¿Qué? De él yo no sé nada.

—Ah, está bien, no importa.

Martha tomó su bolso y sacó de él un sobre que puso en mis manos.

—Ábrelo.

Esperé encontrar cualquier cosa, excepto, los dos boletos de avión que contenía el sobre. Los examiné confundida y levanté la vista para obtener una explicación.

—¡Tú y yo nos vamos a Cancún!

—¿Cómo? —pregunté con extrañeza.

—Sé que siempre has querido conocer esas playas de arena blanca, así que pensé que este sería un buen momento. Además...

—¿Te volviste loca?

—No, de hecho, ya estaba loca desde antes de llegar aquí. En fin, lo que importa es que ambas tenemos, al menos, un motivo para darnos ese lujito.

Su voz se alzó jubilosa.

—¿Ya tienes novio?

—Mejor todavía. En el concurso de plazas para maestra, ¡salí idónea!

—¿Bromeas? ¡Dios mío! Ese si es un motivo digno de cele­brar.

—Tú lo has dicho.

Me levanté como impulsada por un resorte del sofá y jalé de las manos a Martha para abrazarla con efusividad. Saqué una botella de vino espumoso y un par de copas. Luego la interrogué con lujo de detalle y ella me puso al tanto de todo.

—Ahora dime si todas estas bendiciones no merecen un viaje a la playa.

—Tus logros, sin duda, sí.

—Y los tuyos también —replicó—. Tuviste éxito con el co­cinero y éste es mi regalo para ti. Una semana en Cancún las dos solas, piénsalo.

—No sé, tengo muchos pendientes aquí, además, el viajecito es por mucho tiempo.

—Claro que puedes. En cuanto entregues calificaciones esta­rás libre de compromiso. Quiero qué pasemos una semana juntas, como en los viejos tiempos. ¡No puedes decirme qué no! —ex­presó rotunda.

—Por lo visto, lo tienes todo planeado y de nada serviría ne­garme, entonces, ¡vámonos!

—Bien, todo está dicho —Martha hizo una pausa y luego con­tinúo—. Ah, se me olvidaba.

—¿Qué pasó?

—Esas botas ya huelen a caldo, ¡ya quítatelas!




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.