Tu cuenta y yo me escondo

Capítulo X

Como último destino antes de viajar a Guadalajara, García ha­bía elegido la tranquilidad de las aguas de Cancún para pasar unos días. Tras un par de horas conduciendo un vehículo de alquiler desde Mérida, llegó a su destino cuando el sol despuntaba sobre las copas de los árboles y los azulados brillos de la noche se difu­minaban bajo sus rayos.

Por la mañana, apreció la maravillosa geografía del lugar y tomó una ducha rápida. Desayunó, y luego se dirigió a la playa.

—Hola, ¿cómo estás?

Voltee apurada para clavar mis ojos en los de la voz, como si hubiera visto a un fantasma y la toalla que tendía en el camastro salió volando.

—El mundo es muy chico —comentó mientras recogía el lienzo del suelo.

—¿Qué haces aquí?

Mi pecho subía y bajaba al ritmo de mi respiración irregular.

—Me hospedo en este hotel.

Mi reacción fue antagónica. Durante un instante, llegué a pen­sar que me desplomaría como un bulto contra la arena.

—¿Te hospedas aquí? Por lo visto en este hotel dejan entrar a cualquier pelafustán.

—Si continúas frunciendo el rostro conseguirás hacerme creer que no te alegra verme.

—No dijiste que venías a Cancún.

—Tampoco tú lo mencionaste.

Alí se cruzó de brazos y adoptó una postura de fingida indig­nación.

—¿Piensas qué te seguí?

Mi cabeza se movió en sentido afirmativo. Renuente a flaquear, me concentré en aquellos ojos que me sondeaban con un atisbo de impertinencia.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —le dije viéndome pre­guntona.

—Cinco días serán suficientes para explorar este destino.

La sensación de ahogo se instaló en mi pecho.

—Supongo que vienes a burlarte de otro cocinero.

—Por supuesto que no, yo vine a hacer amigos.

—Que buena broma, ¿tú haciendo amigos? —dije sin la in­tención de verme sarcástica

—También me alegra verte, amiga.

Intentaba erráticamente aclarar mi garganta esquivando una y otra vez su mirada.

Por fin, apareció Martha.

Estaba segura de que había acudido a rescatarme del torpe si­lencio que se instauró entre los dos, pero contrario a lo que pen­saba; terminó por regarla cuando dijo:

—Pienso que este fortachón podría ayudarnos a llegar a la is­lita. Así tendremos tiempo de regresar temprano. ¿Qué me dices? ¿Te atreves?

—Él es... ay, ya sabes quién es.

—He venido a conocer los alrededores y sus maravillas, y aquí me he encontrado a dos de ellas.

Alí se adelantó unos pasos y extendió la mano hacia Martha.

—Estela me entrevistó hace unos meses y desde entonces nos encontramos de forma fortuita por casi todos los rincones del pla­neta —bromeó.

—Soy Martha Soto —dijo al tiempo que estrechaba calurosa­mente su mano en señal de bienvenida—. ¿Te alojas también en este hotel?

Mi mal humor acrecentaba más y más al ser testigo de pueriles formalismos, y muy tensa al pensarme durmiendo bajo el mismo techo.

—Acaba de llegar a alojarse —contesté por él—, pero sólo se quedará un día, ¿verdad?

Él no me secundó y sólo guardó un incómodo silencio. En seguida, encaminé mis pasos hacia la playa. Martha comprendió mi huida y me siguió, pero pronto nos vimos obligadas a frenar, puesto que él seguía nuestros pasos.

—Yo no llevo prisa —dijo él—. Vine a disfrutar del maravi­lloso paisaje.

Parecía que esto último también me incluía a mí, pues así me lo corroboraba la especial atención con la que él repasó mi cuerpo mientras caminaba.

—Veras, se organizan grupos todos los días para visitar una islita que se encuentra cerca de Isla Blanca —dijo con rara in­sistencia Martha—. Estela y yo nos anotamos, pero no tenemos quien reme por nosotras.

—¡Mira qué casualidad! Yo, en cambio, vengo con la intención de escuchar a la naturaleza.




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