Tu cuenta y yo me escondo

Capítulo XII

Por la noche, ese sueño etéreo y tenebroso regresó como sí la mismísima muerte me persiguiera sin descanso entre calles soli­tarias y sin salida. Corría sin avanzar, gritaba sin emitir sonido alguno, resbalaba y caía sobre el suelo en repetidas ocasiones, gol­peándome dolorosamente todos los huesos del cuerpo.

No podía detenerme, porque en cuanto me dejara atrapar aquella fuerza demoníaca me partiría en dos. No había nadie que pudiera ayudarme en las desconocidas calles por las que corría. Algo me pisaba los talones, el monstruo intentaba atraparme en sus invisibles y terroríficas fauces, y cuando estuvo a punto de lograrlo, desperté abruptamente con un grito ahogado que escapó de la garganta.

El miedo menguó en cuanto mis ojos reconocieron los ya fa­miliares objetos de la habitación, pero no se extinguía por com­pleto. Tenía las manos aferradas a la sábana y las pulsaciones aceleradas. Sentía pavor de mover un solo músculo, temerosa de que el monstruoso ser de la pesadilla encontrara el camino que separaba el mundo de los sueños al de la realidad. Ese sueño era el mismo de mi juventud, el mismo que se repetía desde que apa­reció Alí en mi vida.

La luz grisácea que invadía el cuarto indicó que afuera ya ama­necía.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Martha—. Te escuché gritar.

—Sí, estoy bien.

—¿Por qué gritabas?

—Tuve una pesadilla.

—¿Eran pesadillas o sueños salvajes?

—No, era un sueño abstracto, uno de esos cuadros imposibles de interpretar —comenté más tranquila—, había un ser maléfico que corría detrás de mí, pero cada vez que giraba y miraba por en­cima del hombro, no conseguía ver nada. Lo único que recuerdo es que si me alcanzaba me mataría.

Estoy segura de que es el mismo que te perseguirá a ti también si sigues llegando tarde a dormir. ¿A qué horas llegaste anoche?

—De madrugada. Se nos hizo tarde cenando y… visitando algunos bares. Siento haberte dejado sola, te prometí que la pa­saríamos todo el tiempo juntas y estoy más tiempo con Gustavo que contigo.

—Será posible qué Martha, la insaciable ¿se esté enamorando?

Ella hizo un gesto de desagrado.

—¿Amor? Esa es una palabra muy seria como para pronun­ciarla en ayunas, ¿no te parece?

—Se ve que la estás pasando muy bien.

—¿Y qué hay de ti? Te desapareciste todo el día.

Al oír eso, recordé cada momento transcurrido en compañía de Alí, tanto, que me sentí capaz de afrontarlo todo cuando me hallaba a su lado. Omití esos sentimientos e hice una rápida ex­plicación de la aventura en balsa, evitando citar los detalles que habían conectado mi mente a la de él.

—Me ruge el estómago, anoche yo no cené por estarte espe­rando, pero te perdono si desayunamos juntas.

Durante el desayuno, Martha me explicó lo de Isla Mujeres, y de la dinámica a seguir en la actividad de buceo.

Tomamos el ferry y, al llegar a la isla, instintivamente busqué a Alí entre el tumulto de personas, pues no lo había vuelto a ver desde la noche anterior. Aunque me había propuesto eludirlo, la verdad es que ansiaba verlo. Martha y su infalible radar locali­zador de hombres guapos, advirtió que él estaba cerca del em­barcadero. Clavé mis ojos en el objetivo, pero éste no se percató de mi presencia porque estaba de espaldas y se preparaba para sumergirse al agua.

—Se te cae la baba —comentó Martha al propinarme un gol­pecito.

—Es un hombre impresionante. Es una lástima que tengamos que despedirnos de todo dentro de unos días.

Martha sugirió estar cerca de la orilla. Luego de unos minutos el cocinero emergió, pude verlo desde un rinconcito que se apro­ximaba a mí secándose los brazos con una toalla.

La organizadora pidió al segundo grupo que se prepara para comenzar.

—¿Te encuentras bien?

—Te ayudaré con tu equipo —dijo él.

—No voy a participar.

—¿No vas a hacerlo? ¿Por qué?

—Ya sabes... hay que sumergirse.

—Sí, ¿y qué?

—Pues que... me da pánico. Soy una cobarde, lo admito.




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