Adrián se sentía inconforme con todo lo que lo rodeaba, era más bien una sensación de que le faltaba algo a su vida, sin poder precisar exactamente que era ese algo que lo hacía sentirse incompleto. Sentía como si no perteneciera a ese lugar, no encajaba completamente con su estilo de vida, presentía que había más por conocer, por experimentar, en el fondo no quería admitir que odiaba tener que clavar sus colmillos en el cuerpo de un mortal o un animal para saciar su sed, calmar su ansiedad y sentirse activo y vivo. Quería hacer algo distinto, algo nuevo, darse un motivo que le llenara su espíritu, que lo excitara y le diera ganas de vivir, sentir la adrenalina correr por sus venas. Esa hermosa Ciudad para él representaba una cárcel que le cortaba sus alas y no sólo metafóricamente, él poseía unas hermosas alas en su espalda que aparecían y desaparecían cuando él quería pero a su madre no le gustaba verlo volar.
Creció escuchando historias de los humanos, aprendiendo sus costumbres, sus idiomas, sus culturas... todo ese mundo desconocido lo fascinaba y lo llamaba, le pedía a grito su subconsciente que huyera y viviera una vida libre, como ellos. Sabía que su especie les había causado mucho daño a la humanidad, que en un principio los vampiros legendarios los habían masacrado, casi exterminado, hizo un gesto de asco al imaginarse esas crueles y sangrientas escenas que protagonizaron sus ancestros, sabía que necesitaban alimentarse con sangre, él lo hacía, pero no tenían por qué matarlos, cazarlos, despreciarlos, desvalorizarlo, «jugar» y divertirse o entretenerse con ellos como lo hacían, de forma macabra, sabiendo que eran mucho más fuertes y veloces, encima inmortales y poderosos; sus actos no tenían justificación ante sus ojos.
Caminó por las magníficas calles de su ciudad rumbo a su morada, cavilando esos pensamientos que no querían apartarse de su mente, se detuvo frente a su palacio y lo miró con pesar, la entrada principal flanqueada por majestuosas torres, la imponente y regia estructura era aún más impresionante y sobresaliente que el palacio Topkapi de Estambul, le había afirmado Alexia en una ocasión en el que le esteba enseñando la historia y procedencia de cada obra de su ciudad, y las diferencia con la de los mortales. Se adentró en su interior rumbo a sus aposentos, sin reparar en las miradas curiosas y admirativas de la servidumbre, sobretodo del personal femenino, él poseía un atractivo físico fuera de lo común, hasta para su propia raza, de una belleza deslumbrante y celestial, todo un Apolo como dirían los mortales y aún se le quedaba corto ese calificativo, sus rasgos faciales eran perfectos; su rostro perfilado, su melena larga hasta sus hombro, de color del sol e igual de resplandeciente, con reflejos del mismo color y brillo que el oro; sus ojos de un raro azul cielo, muy intensos, brillantes y expresivos, parecían dos luceros insondables; su nariz de tipo griego, como la de sus antiguas esculturas, de tamaño y molde ideal; unos labios rojos perfectamente dibujados, seductores y carnosos; portaba un mentón muy distinguido y varonil. Su cuerpo era todo músculos, definido a la perfección, como una estatua griega, con una estatura elevada y una figura inmejorable, su tez reluciente, de tono dorado pálido que parecía querer centellear; todos lo miraban y lo trataban todo el tiempo como si fuera un Dios y eso lo disgustaba en extremo, deseaba estar en un lugar donde pasara desapercibido; aunque con su increíble y perfecta figura era imposible pasar inadvertido. Se dirigió directo a su terraza, atravesando amplias estancias y pequeños palacetes, sin reparar en su exquisita decoración y opulencia exagerada de riquezas.
Cuando llegó a su destino contempló la regia vista de la Ciudad Andarus la Magnífica, cuyo nombre le quedaba a la perfección, realmente su Magnificencia arrebolaba y deleitaba a cualquiera, hasta al ser de gusto más refinado, exquisito e inconforme del planeta, que de seguro allí, mirando desde su posición, encontraría materializado sus más profundos e inimaginables anhelos. Toda la ciudad se apreciaba a lo largo y ancho en todo su esplendor, debido a la altura y la posición estratégica en la que se encontraba ubicado el Palacio, fue diseñado teniendo en cuenta poder controlar, vigilar o apreciar todo el territorio sin necesidad de personarse, solo bastaba mirar de lo alto de una de sus múltiples terraza, o mejor aún de lo alto de una de sus torres para ver toda la ciudad y con la vista de águila que él poseía, podía mirar hasta el más recóndito lugar y hasta el más mínimo detalle. Vivía una vida solitaria, sin importar que estuviera rodeado de personas, vampiros, exagerada riqueza y poderío. De pronto tocaron a su puerta.
―Adelante, está abierta―dijo con voz neutral. Su timbre vocal era muy varonil y melodioso. Se giró hacia la puerta y vio asomarse con timidez el rostro de una joven humana, de ojos color marrón y pelo del mismo tono, que sostenía un bulto de telas en sus manos. Era su mucama y siempre se portaba «rara» cada vez que lo veía, podía sentir su pulso y el sonido de su corazón retumbando en sus oídos, la extremada sensibilidad de sus sentidos podían llegar a ser molestos, sentía el latir de su vena yugular y a sus colmillos queriendo emerger para clavarse en su largo cuello palpitante. Sabía que el pulso de ella se había acelerado por las emociones románticas que experimentaba por él, se sintió culpable por no conocer ni sentir ese extraño sentimiento, y se preguntó si algún día podría experimentar algo parecido, pero lo dudaba, su especie no amaba de la misma forma que los humanos, eran más fríos, calmados y moderados, como le decía su madre, sintió pena por esa joven, lo más que podía ofrecerle en recompensa era una mordida en su lindo cuello, hizo un gesto de fastidio y alejó esos crueles pensamientos, la joven ofreciéndole su corazón en su mirada y el sólo deseando su flujo sanguíneo, suspiró pesadamente y contuvo su ansiedad.
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Editado: 18.05.2022