Dejar a mi madre es probablemente lo más doloroso que he hecho en mis cortos años de vida; mientras corría alejándome de ella, mi corazón se estrujaba, mi alma se partía a la mitad, quedándose con ella, ahí, en ese siniestro bosque que escuchaba sus sollozos como un dulce y sombrío lamento que iba a permanecer en mi memoria por mucho tiempo.
Pero no podía dar vuelta atrás. Yo no quería ser Alpha, no podía guiar a una manada cuando ni siquiera yo sabía a dónde ir, sin contar con mis deseos oscuros, mis pensamientos sádicos que algunas veces me torturaban en sobremanera. Ellos se mantenían en mi cabeza y siempre salían triunfantes, en acasiones me asustaba el darme cuenta que podían llegar a ser más fuertes que el amor que le tenía a mi madre, llegar a tal magnitud en que yo no me detendría para causarle sufrimiento como ahora lo hacía.
Me pregunté si Rodrik se sentía de la misma forma que yo, si al igual que a yo, dentro de él había algo que lo incitaba a hacer el mal, que dominaba por completo su cabeza y sus sentidos a su antojo.
Y llegaba a creer que empeoraría, más aún cuando la creciente necesidad de sentirme completo llegó a mí. Quería y necesitaba encontrarla a ella, a esa mujer que debía de ser mía. Las ansías por poseerla crecían súbitamente en mi interior como lo hace la marea en el mar, siendo peligrosa, muy peligrosa.
Tanto así que aquellas jóvenes a las que asesiné tuvieron que pagar las consecuencias. Me enfurecí cuando no pude ver, ni sentir en ellas nada, fue una furia súbita que no pude controlar y que ahora estaba haciendo sufrir a mi madre, sembrando la decepción en el hombre que me dio la vida.
Era una aberración para la manada y lo peor del caso es que ni siquiera me importaba.
A veces llegaba a pensar que no existía una mujer para mí, que ahí afuera nadie estaba esperándome, que me quedaría solo vagando en la inmensidad del mundo; y ciertamente a una parte de mí no le importaba en lo más mínimo el no tener la compañía de mi mujer, pero había otra parte que ansiaba sentir, conocer, experimentar eso que todos los lobos que he conocido han sentido.
Aquello me atormentaba; la necesidad por que fuera mía, de mi propiedad como no podría serlo ninguna otra, eran enormes; me consumía como lo hace el fuego con los bosques, pero esto no acababa conmigo, sino que, aumentaba en mí la furia, que de verdad me apiadaba un poco de aquella alma que fuera la destinada a caer en mis manos.
Me detuve abruptamente mirando a la manada de lobos que obstruía mi camino. Eran diez, todos mayores, grandes e intimidantes; sin embargo, no despertaban en mí el menor de los miedos.
Su Alpha dio un paso al frente, soltando un gruñido fuerte y profundo que fue una clara advertencia para que diera la vuelta y volviera por donde había venido.
Sonreí interiormente.
Di un paso al frente, levantando altaneramente mi cabeza, retándolo a él y a todos.
El Alpha gruñó fuerte, dándome una última advertencia. Sin perder más tiempo me precipité hacia al frente, atacándolo sin consideracion, descargando contra él un poco de la furia que sentía dentro, dándole acceso a la maldad que habitaba en mi interior para que se apoderara completamente de mi mente y mi cuerpo, matando sin remordimiento alguno, gozando de sentir las mordidas de ellos sobre mu cuerpo, casi sonriendo ante su impotencia al notar que no podían causarme daño alguno.
Era fuerte, mucho más que cualquier lobo, yo era el más poderoso después de mi abuelo. Nadie me detendría, nadie podría hacerlo jamás.
Me detuve al ver los restos de los lobos, sangrantes, volviendo lentamente a su forma humana, tan moribundos e indefensos ante mí. Yo me regocijaba por haber acabado con ellos solo, sin ayuda de nadie.
—¿Quién eres? —preguntó una chica que no estaba herida. Salió de entre los árboles en su forma humana, desnuda ante mí
Era bella, bien, no, esa no era la palabra. La chica era hermosa. Su cabello negro caía libremente como una cascada por encima de la redondez de sus bien formados pechos, cubriéndolos sutilmente. Su piel era blanca, muy blanca, iba en contraste con sus ojos y su cabello, como la luz blanca de la luna sobre la oscuridad del bosque. Su rostro era delicado, labios carnosos que provocaban ganas de morderlos, tan rosas, tan delicados y atrayentes. Nariz respingada, pomulos prominentes, mirada severa, pero dulce. Ella era todo perfección, pero eso no eludiría a su muerte.
Sin saber por qué, dejé mi forma lobuna, convirtiéndome en humano muy lentamente. Sonriendo con gracia al ver la mirada de la chica sobre mí bien proporcionado cuerpo, justo como yo acababa de mirarla hace unos minutos.
—¿Quién te crees para hacerme preguntas? —espeté mirándola con diversión
Ella no parecía temerme demasiado, más bien se encontraba observándome con asombro y cierto respeto, algo que jamás vi en los ojos de ninguna persona mientras miraba al que probablemente sería el causante de su muerte.
De pronto, me sentí vulnerable, desnudo, y no físicamente, sino interiormente. Ella era extraña, sentía que podía ver a través de mi persona. No me agradó, pero tampoco me molestó.