No me detuve, no quería hacerlo, no cuando la tocaba, cuando su perfume nublaba mis sentidos, volviéndome loco, cegándome la razón, seduciéndome; no era yo quien la tenía, era ella quien me dominaba, quien me hacía perder la cabeza con su cuerpo, con su olor, con la suavidad de su piel y ese algo que no sabía lo que era que me ataba a ella, a desearla como nunca antes deseé a nadie.
Besaba su boca y no quería parar, sus labios eran carnosos, suaves y dulces, tan dulces como la miel, tan suaves como los pétalos de una rosa; era un adicto a ellos con tan sólo un simple roce.
¿Qué tenía Alaina que la hacía tan especial?
Negué interiormente e hice mis preguntas a un lado, me centré en seguir besándola; ella me respondía con la misma intensidad, enredando sus dedos entre las hebras de mi cabello, atrayéndome hacia ella con fuerza, mordiendo mi labio y presionándome una y otra vez, como si yo estuviese huyendo de ella.
La sostuve con firmeza, sujetándola de las piernas y la bajé de la encimera, caminando con ella hacia la habitación sin apartarme de sus labios, y no porque no quisiera, sino porque me era imposible el hacerlo, me encantaba besarla, más cuando ella respondía con la misma intensidad que yo, estaba a mi altura, sentía lo que yo sentía y eso aumentaba en mí la excitación.
Con destreza entré a la habitación, arrojándola contra la cama momentos después; Alaina soltó una risa y se apartó, mirándome con una sensualidad que provocó que mi erección se presionara con más fuerza contra la tela de mi bóxer, exigiendo atención, exigiendo el cuerpo de Alaina.
Ella deslizó sus manos por mi torso, bajando hasta mi abdomen; mordió su labio inferior y no vi nunca antes un gesto tan malditamente sensual como ése.
Entonces tomé su camisa desde el borde y la rompí, abriéndola en dos, dejándola sólo en bragas, unas diminutas y preciosas bragas que arranqué con la misma facilidad que lo hice con su camisa.
—No rompas mi ropa —me reprendió; su pecho subía y bajaba con rapidez—, créeme que cuesta comprarla —reí y dejé caer mi cuerpo sobre el suyo, acariciando con mi nariz su mejilla, oliéndola como lo hacía cuando era un lobo cada vez que me acercaba a mi presa.
—Te compraré lo que quieras, ahora calla y déjame disfrutarte —susurré en su oído—, voy a follarte como nunca nadie lo ha hecho —mordí el lóbulo de su oreja; gimió y su pecho se curvó contra el mío, caliente y agitado.
Besé su cuello, justo donde estaban esas cicatrices y me pregunté si yo podría ayudarle a que desaparecieran de su piel, pero eso sería algo que vería después.
Ahora me encargué de besarla, de recorrer con mis labios su piel, mordiendo cada centímetro, hasta que llegué a la redondez de sus pechos; con mi mano acuné uno de ellos, deslizando mi palma por debajo, sintiendo su suavidad, tocándola sin prisa, no la había, quería y necesitaba recorrer con cuidado cada centímetro de su piel, conocerla por completo, saber dónde y cómo tocar, hacerla mía de una forma única, porque sería la primera en vivir después de estar conmigo.
A todas las demás las asesiné, pero Alaina no correría la misma suerte.
Acerqué mi rostro a su garganta, deslizando mi nariz por su piel, luego por sus pechos, grabándome su perfume, la textura, su tamaño, cada pequeño e insignificante detalle.
Abrí mi boca y deposité un beso, luego otro, acercándome de a poco a su rosáceo pezón que en cuanto se hubo cubierto por lo caliente de mi boca, se irguió como una pequeña frambuesa, acariciando mi lengua, excitándome y excitándola a ella, quien gimió moviendo su cadera contra mi erección, pidiéndome sin palabras que la hiciera mía, pero aún no era tiempo.
Con mi mano libre acuné su otro pecho, pellizcando su pezón entre mis dedos, dejándolo igual que el que tenía en mi boca, dándole la misma atención, moviendo levemente mi pelvis contra el sexo de Alaina, rozándola, tentándola, haciendo que me deseara.
Sus dedos se enredaron en mi cabello, me presionó más contra su pecho; chupé y mordí con fuerza, arrancándole un grito que me incitó a seguir haciendo lo mismo, deslizando mi lengua, calmándola y luego mordiendo con fuerza, repitiendo el proceso una y otra vez, para después hacer lo mismo con su otro pecho, llevando mi mano por su abdomen y luego a su vientre bajo, hasta palmear lo caliente y húmedo de su sexo.
Tocarla, saberla tan mojada por mí, me excitó más aún. Solté un gruñido y me aparté de ella, bajando rápidamente hasta su sexo; abrí sus piernas, sujetándola de los muslos, clavando mis dedos en su carne con firmeza, para después hundir mi rostro entre sus pliegues húmedos.
—¡Lane! —gritó sorprendida y temblando.
Sus manos se hicieron puño, atrapando las sábanas en ellas, mientras que yo me daba un banquete entre sus piernas, devorándola con ímpetu, sintiéndome tan malditamente bien al probarla; ella era deliciosa, me daban ganas de comerla entera, de disfrutar por completo de el sabor de su carne.