Tú, mi destrucción ©

Capítulo 12


Una semana después me encontraba en Banff, en la provincia de Alberta, Canadá.  Dejamos atrás Saint Raymond pese a la reticencia de Alaina.
Hoy volví a mi hogar, al lugar donde nací como si hubiesen transcurrido años desde que me fui. Así lo sentía, sin duda. Me abrazó una sensación de melancolía mientras me acercaba a la que fue mi antigua casa, me percaté de cuánto eché de menos el estar aquí, con los míos. 
El verde impregnó todo, aquel color lleno de vida acaparó toda mi atención, me atraía, despertaba el instinto lobuno que dormitaba en mi interior. Más que nunca anhelé quedarme, pero el hacerlo significaba herir a mi madre. Ella quien estaba a unos cuentos metros de mí dentro de aquellas paredes altas de color miel; posiblemente me observaba a través del cristal, pero nadie salió en cuanto detuve el auto. Apreté el volante, mi corazón latía errático, un repentino frío se desbocó en mi estómago. Me hallaba nervioso, mucho. Ignoraba el porqué, mi madre jamás me rechazaría así fuera el peor de los hombres. Ella era mi puerto seguro.

—Pareces no estar seguro de querer estar aquí —habló Alaina por primera vez desde que salimos de la ciudad. Mi vista seguía fija en el volante.

La realidad era que una parte de mí no quería, se negaba a volver a ver la mirada de dolor y sufrimiento que se instaló permanente en los ojos de mi madre y de lo cual yo era el único culpable. Pero la otra parte ansiaba fundirse con ella en un abrazo, sentir el calor que desprendía su cuerpo, respirar el sutil aroma que la identificaba y el cual llevaba conmigo desde que era un niño.
Sin embargo, no sólo era con ella con quien tendría que lidiar —por así decirlo— si no también con mi padre y Aidén que no perdería tiempo para fastidiarme. Lamentablemente estaba imposibilitado para herirlo. Porque era mi hermano y porque desgraciadamente poseíamos la misma fuerza. Sin duda él sí que podría patear mi trasero, él y Gregor.

—Andando —dije después de unos minutos. Su cuerpo se tensó. La veía más nerviosa que yo.

—No quiero estar aquí, Lane. Deja que me marche a un hotel, al maldito bosque, donde sea… sólo no quiero entrar. —Suspiré. Abrí la puerta del auto.

—Una verdadera lástima que no me importen tus necesidades justo ahora —espeté—. Quiero que bajes. Ya.

Cerré con fuerza la puerta. Ella bajó, hizo lo mismo, ejerciendo más fuerza que yo, el material del auto crujió, le lancé una mirada que ignoró. No se veía enojada, sólo irritada y verdaderamente nerviosa. No la comprendía, no es como si mis padres fuesen a juzgarla o comportarse hostiles. Sería todo lo contrario, de eso no quedaba duda.
De pronto la puerta de madera se abrió. Aidén apareció en el umbral. Me dedicó una mirada llena de indiferencia que devolví, luego sus ojos se posaron en Alaina y su semblante se dulcificó, mostró una mirada casi tierna, una que yo nunca podría dedicar. Los celos me invadieron de forma súbita. Tomé a Alaina de la mano con firmeza. Ella me miró, yo no lo hice.

—Llegaste más pronto de lo esperado por mis padres, claro está, porque por lo que a mí concierne no tenía esperanzas de verte la cara en un largo tiempo. —Escupió con desdén cuando estuve frente a frente con él. Era como verme en un puto espejo.

—Yo también me alegro de verte, hermanito —dije sarcástico. Soltó un bufido. Miró de nuevo a Alaina que no lucía sorprendida por mi hermano, sino más bien curiosa. Me resultó extraño, nunca le dije que éramos gemelos, mucho menos pudo vernos de niños. ¿Por qué no se sorprendía?

—Hola, soy Aidén. Mucho gusto. —Saludó amable, su hostilidad quedó de lado como si nunca hubiese estado ahí.

—Alaina Jade, el gusto es mío —le respondió seria. Mi hermano estiró el brazo, ofreció su mano, ella la aceptó con una sonrisa cálida y pura, una sonrisa que nunca me dedicó a mí. Lo envidié.

—Pasen —dijo haciéndose a un lado.

Entré aun de la mano de Alaina. El olor de madera y jazmín penetró mi nariz. De nuevo la melancolía me atacó.
Mientras avanzaba a la sala un ligero temblor me atravesaba, oía los susurros, aprecié su voz distante, también la de mi padre. Él quien apareció justo antes de que yo me acercara a donde mamá se hallaba. Su mirada severa, me decía sin palabras cuanto repudiaba mi actitud, agaché la cabeza un instante, aceptando su regaño, demostrándole respeto, ése que siempre le tendría pese a mi comportamiento.

—Lane —pronunció mi nombre aliviado y a la vez desprendía cierto pesar.

—Padre —susurré.

—Antes de que entres, necesito que sepas que tu madre está delicada de salud —por una fracción de segundo mi corazón se detuvo—. No puede tener impresiones fuertes, como tampoco preocupaciones.

—Entiendo. Sabes que la amo y lo que menos deseo es lastimarla.

—Lo haces, Lane. Pero le prometí no reñirte de nuevo, por ahora —suspiró y sus ojos se posaron en Alaina—. Disculpa mis modales, Alaina, bienvenida.

—Pierda cuidado, señor Black. Gracias.

—Puedes decirme, Donovan, casi tenemos la misma edad —bromeó.

—En años humanos —repuso ella. Mi padre sonrió, Aidén se posicionó a su lado. Ambos estudiaban a Alaina.

—¿Qué edad tienes? Luces joven —cuestionó mi padre.

—Diecinueve —simplificó.

—Vaya, ¿eres novia de Lane? —intervino inoportuno Aidén. Le dediqué una mirada severa.

—No. —Respondí por ella— Sólo somos amigos.

Un brillo se instaló en los ojos de Aidén. Alaina se mostró cabizbaja ante mi respuesta. Lo ignoré.
Nadie dijo nada más. El ambiente de pronto se tornó tenso. Así que decidí ver a mi madre de una vez por todas. Ellos se hicieron a un lado, me permitieron llegar a ella.




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