Me subí al automóvil con un suspiro. Y miré la casa por última vez. Aferré mi morral a mi pecho, como si fuera mi mejor amigo. En él estaba todo lo que tenía de importante en el mundo. Y me iba a acompañar a un pueblo que no me esperaba y al que yo no quería conocer. No le hice caso a mi rostro mojado. Ya se había hecho habitual. Siempre el exilio me hacía llorar.
Nos habíamos mudado más de veinte veces en los últimos quince años. Alice, mi madre- enfermera de profesión, esperaba con paciencia a que al fin me adaptara.
– ¿Estás bien, Gulf?
La dulce voz de mi madre, me obligó a sentarme erguido en el asiento. Me limpié la cara con rapidez y traté de sonreír.
– Verás que Crescent City te va a gustar.
– Eso mismo has dicho de los otros pueblos.- murmuré.
Mi madre se mordió el labio mortificada y miró fijamente hacia la ruta.
– Tú conoces bien el motivo por el que nos mudamos tanto, Gulf.- dijo ella con voz entrecortada.
Y volvió sus ojos claros hacia mí. La observé en silencio.
Era una mujer tan bella, pese a que parecía no hacer ningún esfuerzo por conseguirlo. Su cabello fino, color caramelo y sus ojos grandes, azules, dulces, la hacían verse como una hermosa mujer. Yo no había heredado ni su belleza, ni su dulzura, ni sus múltiples talentos.
– Recuérdame, Gulf, el porqué tenemos que mudarnos.
–Para que Albert no nos encuentre.- suspiré.
Albert Mason, mi padre. (Yo prefería usar el apellido de mi madre). Se había casado con mi madre, muy jóvenes, en una etapa de la vida en la que parece que uno hace cosas simplemente para llevarle la contraria a los adultos. Autoridades que solemos no escuchar cuando nos dicen que tengamos cuidado, que nuestros actos siempre tienen consecuencias…
La consecuencia de que mi madre se casara sin terminar la escuela fue que, al año siguiente, se viera en la calle, sola- bueno, sola, no, yo tenía pocos meses- huyendo de la pobreza y de un ex marido alcohólico y violento. Pero quien siempre encontraba la manera de aparecerse y recordarnos que no estábamos a salvo. Que el abandonarlo había sido una mala decisión y que íbamos a pagar por ello. Con sólo pensar en él, y en su risa macabra y discordante, mi cuerpo empezaba a temblar.
Pero para cuando cumplí los doce años, Albert Mason ya no apareció más en nuestras vidas. No sabíamos si era por cansancio o porque ya tenía una nueva víctima a quien atormentar. O porque mi madre había perfeccionado nuestra forma de escondernos.
Con dos trabajos mal pagados, mi madre logró terminar sus estudios, por las noches y se recibió de enfermera con honores. Por lo que nuestra situación financiera mejoró un poco.
Aún así, no permanecíamos en el mismo lugar demasiado tiempo. Lo que no me permitía echar raíces. No llamar la atención, allí donde estuviéramos. Ésa siempre fue la orden. Pasar desapercibidos. Mi madre había elegido aquella ocupación a propósito. Podía encontrar trabajo prácticamente en cualquier lado.
Ya habíamos vivido en casi los cincuenta estados de la Unión. Ahora nos tocaba el oeste. California para ser precisos. El dedo índice de mi madre había caído, en el viejo mapa, sobre el nombre de un pequeño pueblo que, por casualidad- creía yo- aparecía en el mapa, ¿cómo era su nombre? Ah, sí: Crescent City. (Por alguna razón me costaba recordarlo) Población: entre cinco mil y veinte mil. A orillas del Océano Pacífico. Clima húmedo, fresco y lluvias frecuentes todo el año. Al menos había playa (aunque fuera fría y árida, según había investigado en Google) pero playa al fin. Veníamos de Texas, caluroso y seco. Esto iba a ser diferente.
Siempre he preferido el frío y la lluvia, al calor y el sol. Quizá fuera porque combinaba mejor con mi estado de ánimo.
Recién volví de mis pensamientos cuando dejábamos la zona urbana. El viejo auto de mi madre también había quedado atrás. Uno en el que casi todos los asientos estaban rotos y la caja de cambios hacía un chirrido ensordecedor cada vez que se atascaba. Pero era un automóvil adorable pues era lo único- además de lo que estaba en mi morral- que me quedaba de mi infancia. No había sido una infancia muy buena, pero al menos era la única época de mi vida en la que recordaba haberme quedado por más de un año en un mismo lugar.
Mientras pasábamos una línea interminable de árboles altos, al costado de una ruta desierta, abrí mi morral y miré dentro. Junto a unas fotos viejas, unas piedras de colores que me acompañaban siempre- algo así como pequeños amuletos- estaba mi gran “tesoro”: una taza de porcelana, de boca ancha, pintada de un lustroso color negro por fuera y un hermoso y cálido mostaza claro por dentro. Tenía un asa bifurcada y unas líneas la cruzaban por la parte superior en tonos blancos, verde y rojos, como si alguien los hubiera pintado a grandes pinceladas, muy poco prolijas. Seguramente valiera un par de dólares y podría conseguirla en cualquier negocio. Pero para mí tenía un valor incalculable.
La saqué del morral con cuidado, como si se tratara de una antigua y rara reliquia, y la observé. Sonreí al ver la base. Aún tenía grabado lo que yo creía era el número de serie: 1 8 7. Aquel número ya se había convertido en mi número de la suerte. Y solía buscar asa cifra en todas partes. Y cuando los encontraba- producto claro de la casualidad y de las probabilidades- sin importar el orden en el que aparecieran, solía tomarlo como un buen augurio. No importaba si los veía en una dirección o en otro lado. Siempre me hacía sonreír. Me arrancaba una sonrisa cálida y reconfortante porque estaba asociado a un lindo recuerdo.
Todavía con una sonrisa de ésas, guardé la taza en mi morral, sin mirar las otras cosas que allí guardaba.
Me sorprendió ver que ya habíamos dejado la ruta principal y estábamos entrando al aeropuerto. Allí mi madre entregaría el coche de alquiler en el que viajábamos y tomaríamos el avión hasta Los Ángeles. Desde allí nos esperaba un nuevo automóvil hasta donde el azar nos había llevado.
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Editado: 30.05.2023