capítulo 1
—¡Puf! Creí que este jodido semestre jamás llegaría —exclamó Rodrigo con hastío, observando, mientras se frotaba las manos, a los estudiantes que iban rumbo a sus aulas.
Marcel le dio una calada a su cigarro mostrando una sonrisa torcida. Sí, todos parecían asquerosamente felices por comenzar el último puto semestre y para él solo era el recordatorio de que ya estaba a un paso de ir derechito a la tumba donde se sepultaría el resto de sus días.
¡Mierda!
Joel, el más alto de los tres, tomó un sorbo de su café, y negó en silencio.
—No sé qué puñeteras disfrutas. Estamos jodidos, Rodrigo. Ahora sí se acabó el pretexto de la inmadurez. —El aludido se encogió de hombros. Era ecuánime, sosegado y, aunque disfrutaba de los desmanes y fiestas, sabía lo que quería, hacia dónde iba.
—No necesariamente, Joel. Eres un puto amargado igual que este. —Le dio un empujón a Marcel, riendo—. No todo es ir de cama en cama, de antro en antro y terminar ahogado hasta el amanecer.
—¿Ah, no? Tú has de pasar la vida en el celibato y encerrado en tu casa —se burló Marcel con sarcasmo.
—¡Vete a la mierda! —rio Rodrigo—. Algún día comprenderás que saber lo que uno quiere, no es tan malo. —Su amigo rodó los ojos dándole otra calada.
¡Y un carajo, eso ya qué más daba!
Varios chicos más se unieron conforme trascurrían los minutos. Era simplemente imposible que todos ellos pasaran desapercibidos. Ni por su físico, ni por su seguridad, ni porque se hacían notar de alguna manera.
Aún no salía el sol, el frío a las casi siete de la mañana calaba los huesos por mucho que vivieran en Guadalajara y por mucho que ahí no se conociera la nieve. Pero a ese grupo de jóvenes parecía darles lo mismo estar ahí, afuera de sus aulas, la segunda semana de enero. Gritaban, bromeaban y sonreían sin importarles nada.
Tres chicas, como otras tantas, caminaron frente a ellos por el pasillo. Parecían nerviosas pues dejaban salir risitas y sus movimientos eran rápidos, algo extraviados. Evidentemente eran de nuevo ingreso y, por su pinta, no serían de las que en un par de semanas sabrían sus nombres.
De inmediato comenzaron los codazos burlones, ya que apresuraron el paso en cuanto pasaron frente a todos, y es que a cualquiera le hubiese intimidado ver esa cantidad de chicos parloteando y aventándose, diciendo groserías, mientras fumaban y hablaban tontería y media. Por no decir que era muy evidente que se trataba de veteranos, cuestión por la cual nada les importaba demasiado.
Una de ellas, un poco más delgada que las otras dos, tropezó justo frente a esos fanfarrones. Por lo mismo, las cosas que traía entre las manos cayeron y más de uno pensó que su rodilla había resultado lastimada. No obstante, fuera de ayudarla, dejaron salir sonoras carcajadas de burla que hubiesen herido el ego de cualquiera, pero en el caso de esa joven, arrancaron una lágrima que se apresuró a esconder. Se incorporó patosa. De inmediato una de las chicas se acercó, la ayudó a levantarse y, sin verlos, desaparecieron por el corredor.
Rodrigo chasqueó la lengua negando, mientras los demás se aventaban unos a otros en plena carcajada.
—¿Vieron eso? —soltó uno burlándose.
—Pobre, seguro es nueva —respondió otro que aún se reía. Marcel volcó los ojos. Rodrigo era el típico chico de sentimientos nobles; sin embargo, tenía cierta vena endiablada pues seguía juntándose con ellos.
—Y sus lentes no sirven para nada, eso sí que es estar jodido —reviró Marcel llenando de nuevo sus pulmones de humo como si fuera lo más obvio del mundo. Así era él: cínico, sarcástico, insufrible, con un físico favorecedor que sabía usar para su conveniencia cuando se le pegaba la gana, y, por si fuera poco, inteligente y sin problemas financieros. No era que los demás carecieran de esas aptitudes, pero como Marcel, ninguno de ellos, ni en lo bueno, ni en lo malo.
—Algún día estuvimos en su lugar, imbécil. —El aludido rio abiertamente.
—En tus putos sueños, yo cuando entré no lucía así… —Las bromas siguieron hasta que el maestro llegó y todos ingresaron al aula sin chistar.
La mañana pasó aburrida, monótona y llena de invitaciones para la noche. Así era siempre. Por lo mismo muchas horas más tarde Marcel terminó ebrio, llegando de puro milagro a su apartamento en la madrugada. Nadie le diría nada, no existía quién lo vigilara, mucho menos, lo retara.
—Creo que para variar tienes club de fans —expresó uno de sus amigos en la cafetería central del campus. Marcel torció la boca en una sonrisa seductora que jamás fallaba. Siguió la mirada de Lalo. En la esquina, unas chicas que debían ser de primero, lo veían con ademanes de soñadoras, pero no solo a él, sino a varios de los que ahí se hallaban.
Soltó la carcajada cínicamente, les guiñó un ojo y les aventó un beso con sorna.
Una joven, que hasta ese momento notó, levantó el rostro. Era la misma que resbaló frente a ellos hacía unos días. Sus mejillas se tiñeron de rojo y, pestañeando, acomodó sus gafas. No era fea, al contrario, aunque no se trataba de una mujer que lo atrajera en lo absoluto, no debía pasar de los 18, aunque si le decía que tenía 17, le creería. Cabello castaño recogido en una trenza desordenada, tez blanca, boca de corazón y naricita respingada. El color de ojos, ni idea… Sin embargo, lucía demasiado infantil, inmadura y aburrida, muy aburrida.
Elevó una comisura de la boca con pedantería, lo suyo no eran las niñitas con pinta de no matar una puta mosca, sino las de su edad en adelante. Eso de las rabietas y tarugadas del estilo lo hastiaban de inmediato. Por otro lado, la experiencia y sensualidad crecía con el pasar de los años y, a él, eso le fascinaba, nada como una chica atrevida, osada, que se aventurara con decisión.
Las miradas continuaron algunos recesos más durante la semana. Respondían todos de la misma manera y parecía que eso les agradaba, pues aunque tenían del tipo «intelectual» reían bobaliconamente. Bueno, no todas, por ejemplo, la que se sonrojó aquel día, vivía con la nariz clavada en un libro que no tenía idea de qué iba, pero que parecía mantenerla bastante intrigada porque ni pestañeaba debido a su interés en las letras.