capítulo 3
La semana terminó y no volvieron a verse, no de esa forma por lo menos. Marcel se sentía irritado todo el tiempo, molesto, por lo mismo decidió que meterse con un par de chicas del campus y terminar el fin de semana ahogado en un antro, era la solución perfecta, y así lo hizo.
Sin embargo, esos labios en forma de corazón seguían inmiscuyéndose en sus sueños y en más de una ocasión terminó excitado y bajo la ducha en plena madrugada maldiciéndola en silencio, y otras no tanto, pues buscaba su propio desahogo. La veía poco, pues en la cafetería no siempre coincidían y tampoco la buscó para ver dónde se hallaba esa chica tímida y flacucha que no entendía por qué no se iba de su mente de una jodida vez.
El lunes la vio pasar sin poder evitarlo, pues sus caminos se cruzaron. Reía por algo que le había dicho una de sus amigas que no le quitaban el ojo de encima cuando se topaban. Un aguijonazo sintió en el centro de su pecho. Sonreía «bonito»; sus carentes cachetes aparecían y sus ojos, a través de sus femeninos lentes, se veían más pequeños. Sacudió la cabeza harto. ¡A la mierda, a la mierda una y mil putas veces!
Anel estaba agotada. Pasó la noche en vela, como las dos anteriores. ¿La razón? Su madre salió de viaje nuevamente. En la madrugada escuchó como ese asqueroso deseó abrir su puerta y, muerta miedo, rogó porque no lo lograra. Gracias a Dios se dio por vencido después de dos intentos. En ese par de días casi no había comido y se sentía al límite.
Por si fuera poco, la forma en que la trató Marcel la dejó con una leve depresión por más de un día que olvidó cuando su madre anunció que se iría. El fin de semana prácticamente no se paró en su casa hasta el anochecer, pues logró perderse en lugares no muy alejados de la ciudad, donde a veces iba, tomando fotos a diestra y siniestra. Así que las madrugadas se pudo dedicar a retocarlas, seleccionar las que más le gustaban y archivarlas.
La cabeza le punzaba y deseaba dormir, dormir un buen rato. Dios, la luz incluso molestaba.
—Yo te llevo. —Al escuchar esa voz a su lado dejó de caminar. Sintió rabia, pero también desconcierto. ¿A qué jugaba? Marcel pasaba de largo, se detuvo y giró, enarcando una ceja indolente al ver que no lo seguía—. ¿No te moverás?
—No —dijo sin saber de dónde sacó fuerzas para hacerlo. No había nadie ahí, esa clase la tenía en uno de los últimos edificios y siempre se demoraba capturando algunas imágenes, ya que al salir del aula, se extendía frente a ella árboles y preciosos paisajes que le exigían ser captados.
Él apretó los dientes ante la negativa. Después de mucho pensarlo decidió que haría algunos ajustes para sacarse esa chiquilla de la cabeza y no se interpondría en sus planes. Se acercó hasta quedar a un par de centímetros.
—Te mentí —soltó avanzando en la medida que ella retrocedía. Cuando la tuvo donde deseaba; pegada a una de las paredes, la aprisionó con un brazo en cada extremo de su cabeza. Las mejillas de la joven se intentaron sonrojar. De pronto, la palidez de su rostro llamó dramáticamente su atención y todavía más sus ojeras ya demasiado pronunciadas—. Mierda. ¿Eres anoréxica o alguna de esas estupideces? —preguntó. Ella negó al tiempo que hacía una mueca de dolor.
—Me… duele la cabeza —intentó apartarlo con una de sus delgadas manos. Marcel sonrió. Su extremidad era pequeña, delicada, con dedos largos, pulcros y un par de anillos con incrustaciones de ámbar, eso sin contar las pulseras tejidas que llevaba en su muñeca, tres, llegó a precisar con curiosidad.
—Con mayor razón. —La tomó de la mano sin permitirle chistar, prácticamente la arrastró hasta su camioneta que estacionó justo ahí cuando supo que tomaba esa clase al seguirla un par de horas atrás. Sí, todo eso había hecho con tal de sacarla de sus putos pensamientos.
La trepó sin más y arrancó un minuto después.
—No te entiendo —musitó la joven a su lado. Mantenía sus manos apretando su sien. Le dolía bastante, eso era más que obvio, pues mostraba los dientes al tiempo que cerraba los ojos.
—Eso es lo de menos. Vamos a comprar algo para que comas… Luces como un palo… —ni siquiera parecía haberlo escuchado. Recargó la cabeza en el respaldo con los párpados cerrados y sus pequeñas manos ahí, a los lados de su cabeza—. En serio, Anel. Deja esas tonterías. Te matarán.
—¿Qué quieres de mí? —logró articular sin abrir los ojos.
—Por ahora, que comas… Así que dime, ¿qué quieres? —estaban atascados en el tráfico de las tres. Maldición. Esa avenida era un puto caos siempre.
—Helado… —murmuró. Marcel giró carcajeándose.
—¡Eso no es comida! —Ella torció el gesto ante el ruido y ladeó la cabeza de modo que su rostro diera a la ventana—. Ahora vemos qué puedo hacer —siseó sin remedio.
Media hora más tarde de detuvo en un restaurante de comida mexicana. Pidió un consomé y algo más sustancioso para él. Anel parecía no tener la menor intención de abrir los ojos. En su casa había analgésicos que seguro le servirían. A un par de locales vio una nevería. Sonrió. Compró un bote de chocolate y otro de moras, como a él le gustaban.
—Anel… Ya llegamos —movió levemente su pierna. No dio señales de escucharlo siquiera. Pestañeó arrugando la frente—. Anel, despierta —nada—. ¡Ah!, chiquilla, abre los ojos, no creerás que te voy a llevar cargando hasta arriba —continuó, sin mostrar acuse de recibido. Se acercó para sentir sus latidos. Desorientado, se detuvo en su cuello. Olía a críticos, como a naranja. Le gustó.
Se despabiló y se cercioró de que respirara. Lo hacía. Se alejó recargando la cabeza en el volante. Eso le pasaba por imbécil, por caliente, por… ¡Ah! Bajó molesto. Abrió su puerta y la cargó sin dificultad. La joven se quejó débilmente, aunque ni siquiera parecía registrar que la estaban moviendo. Con esfuerzos pudo solicitar el elevador y ya adentro, pinchar su número. El reto sería abrir el apartamento. Bufó, acalorado, mientras la durmiente seguía ajena a todo. ¡Mierda, eso solo le pasaba a él!