capítulo 4
Obsesionado, incluso molesto, pasó los días siguientes. La chica no le respondía los mensajes, tampoco las llamadas. Por si fuera poco, la buscó con la mirada en más ocasiones de las que algún día aceptaría. Nada, sus amigas ahí estaban, todo parecía normal, pero Anel y su delgaducha figura, ni rastro.
El viernes, a eso de las siete de la mañana, Marcel fumaba y discutía con Lalo sobre algo sin sentido mientras Rodrigo los escuchaba y tomaba de su café. De un momento a otro, Marcel la vio pasar. Anel iba bien cubierta por una chamarra, aferraba su mochila por el hombro, con un jeans y botas afelpadas. Parecía un osito, pensó, sonriendo.
—¿Escuchaste?, imbécil —giró, irritado.
—¿Qué rebuznas, animal? —Lalo rodó los ojos.
—Este dice que no irá al Chanté. Vanesa y él —juntó sus dedos burlonamente Rodrigo. Marcel rio con descaro alzando las cejas, dándole un par de golpes en la espalda notoriamente alegre. Sí, de pronto, sin más, se sentía entusiasta.
—Venga, dale con todo, tigre —lo alentó carcajeándose.
Durante la mañana no se la topó y es que el campus era tan grande que tampoco era extraño pasar un par de días sin ver a algún amigo, o conocido. Sin embargo, daría con ella y le preguntaría por qué mierdas no le contestaba las llamadas. Aún tenía en el frigorífico el estúpido bote de helado sabor cereza que creyó, le gustaría. ¿Por qué lo hizo? Ni puta idea. Simplemente se detuvo en una nevería conocida y lo pidió, luego se encontró guardándolo ahí, por si ella deseaba un poco.
¿Le gustaba esa chiquilla? ¡Por Dios, claro que no!, pero sus labios se sentían como satén delicioso cada vez que los atacaba y algo en su presencia lo hacía sentirse necesario. Aunque si era sincero, eso último era una babosada, más de tres días sin que diera señales de vida le dejaba bien claro que esas eran sus putas fantasías, no la realidad.
Subió las escaleras de dos en dos, casi corriendo. La estuvo esperando abajo por más de media hora. Nada. Sabía que estaba en ese jodido edificio, pues nuevamente se cercioró, como en el detective profesional que se estaba convirtiendo, que iba hacia allá. Se asomó en cada piso, al llegar al cuarto la vio. Le daba la espalda, estaba medio encorvada recargando su abdomen en el barandal de cemento. No traía puesta la enorme indumentaria que por la mañana la hacía parecer un… ¡Bah!, en ese instante tan solo llevaba un suéter de punto color celeste y su cabello recogido en esa sencilla trenza.
En serio, era muy delgada. Desde atrás se veía con claridad cómo se le marcaban las costillas a pesar de no ser ajustado lo que llevaba puesto, aunque de alguna manera creía que con más masa muscular encima, seguiría siendo escueta, pero bien proporcionada.
Sacudió la cabeza haciendo a un lado sus tarugadas. Parecía concentrada. Curioso, notó que llevaba una cámara en la mano y buscaba, ahí, en el exterior desprovisto de edificios, algo. Escuchó los click más de una vez. Se movía poco, pero con gracia, delicadamente, suave. Ladeó la cabeza recargándose en el muro. Sacó un cigarrillo y, al hacerlo, ella se enderezó y giró asustada.
Le dio una calada estudiándola. Aferraba el artefacto plateado con una de sus pequeñas manos mientras pestañeaba descolocada, acomodándose los lentes, nerviosa.
—¿Huyes de mí? —la desafió fumando otra vez al tiempo que entornaba los ojos. Ella negó acomodando un mechón de su cabello que cubría parte de su mejilla. De pronto, un cardenal algo amarillento y no muy grande, llamó su atención. Estaba justo en la comisura de su labio. Acortó la distancia. Anel dejó de respirar al verlo moverse—. ¿Qué te pasó? —la cuestionó ya a un centímetro de su rostro. Dio otra calada y lo apagó con el pie, intrigado. La chica iba a tocarse cuando él lo hizo primero generando que el ambiente, ahí, en pleno edificio, donde el aire entraba de forma brusca y fresca, se sintiera denso, espeso. Anel se alejó de su tacto y lo rodeó notoriamente nerviosa.
—Caí —agarró sus cosas que descansaban junto a un muro con la intención de bajar, de…
Su mano enredada en su muñeca, la detuvo.
—¿Por eso desapareciste? —murmuró, acercándola con indolencia a su cuerpo, aferrándola por el vientre. Tan solo con sentir su pequeño trasero adherido a su hombría, ardía. ¿Qué mierdas tenía esa niña que lo encendía como una caldera? Ella gimió quedamente, él apretó un poco más, y al movimiento le siguió un quejido. ¿Dolor? Aflojó su amarre haciéndola girar. Sin preguntarle, hundió su boca en la suya. Ya no aguantaba un puto minuto más sin hacerlo. La joven, como solía, no se opuso. Aferró su mano al tiempo que colocaba su palma sobre su hombro y lo recibía desprovista de timidez, pero sin dar más—. ¿Estás mejor? —quiso saber entre besos ardientes. Anel emitió un sonidito nasal de aceptación—. Te llevo —anunció, retrocediendo un paso.
—¿A tu casa? —indagó esa vocecilla que comenzaba a conocer, peor, a echar de menos durante esos días. Era casi un susurro, delicada, cantarina. No podía concebir que hablara de otra manera.
—¿A dónde más? No somos nada, ¿recuerdas? Me vería ridículo invitándote a comer —no sabía por qué decía esas estupideces cada vez que la tenía cerca, pero es que su existencia ya, para esas alturas, lo confundía tanto que se encontraba furioso, frustrado, molesto y ansioso, casi todo el tiempo.
Él no era buena compañía, no deseaba ni querer, ni que lo quisieran, no obstante, toda la situación con Anel le parecía tan absurda como deliciosa. El que ella se dejara llevar, el que nadie supiera lo que en realidad ocurría entre ambos, el que muriera por besarla cada puto minuto, el que eso se estuviera tornando un juego tan extraño que no paraba de pensar en ello, el que ella fuera consciente de que entre ambos no ocurriría nada salvo eso y continuara ahí. Dios, lo enloquecía.
—No tengo hambre —expresó secamente la joven. Un tanto confuso arrugó la frente, esa chiquilla tenía un problema con el sueño y con la ingesta, decidió, notando otra vez esas ojeras, que no eran tan pronunciadas como la última vez que la vio, aunque las líneas rojas bajo sus ojos, sí.