No sabía dónde quedarme.
Y ese fue siempre el problema.
A veces, la muerte no es el final, sino el principio.
No era la primera vez que los árboles del parque le hablaban. El sonido atronador de sus latidos retumbaba dentro de su cabeza tan fuerte que tuvo que detenerse para respirar y bajar el ritmo. Apoyó las palmas de las manos en las pantorrillas y cerró los ojos por un instante. Estaba exhausta por la carrera, pero no quería parar. Sabía que detenerse implicaba pensar y, tal como estaba, intuía que si lo hacía no habría una salida posible. Inspiró al incorporarse y, al abrir los ojos, se dio cuenta de que había llegado el otoño. Los robles del paseo la saludaban con sus ramas de hojas amarillas. Le dijeron que llevaban días esperándola. Entonces, todas y cada una de las penas que tenía atragantadas se licuaron y salieron convertidas en un río de lágrimas silenciosas. Al fin encontraba algo de calma. Recordó su infancia al pie de unos árboles iguales. También, rememoró el sentimiento de paz al encontrárselos una tarde cualquiera en un paseo pocos días después de haberse instalado en la isla. Imposible olvidar cómo el viento la envolvió entre montones de hojas amarillas que la rodearon y la abrazaron, arremolinándose en torno a ella como una nube de mariposas.
La vía de escape se presentó clara y diáfana en su cabeza como una epifanía. Se acercó al pretil de balaustres torneados que recorría el majestuoso puente y decidió sentarse en él sin perderlos de vista. No podía y no quería dejar de contemplarlos porque su compañía la llevaba de vuelta a su verdadera casa, de donde nunca debió salir. Creyó que otras vidas bien podían ser posibles y, sin más, se dejó caer hacia detrás mientras en sus ojos quedaba reflejado el azul límpido del cielo.
Horas después, un operario de mantenimiento de vías recogía con una pala el resto de sus vísceras esparcido en el suelo y echaba serrín sobre las manchas sanguinolentas, mientras se preguntaba qué había empujado a una mujer tan hermosa a acabar de una manera tan terrible.
Un cuerpo en una camilla, unas salpicaduras de color rojo negruzco en la calle y el susurro del viento pronunciando un nombre entre las ramas. A tan poca cosa quedaron reducidos los vestigios de Teixa Otero en este mundo, quien con su muerte prematura rompió el hilo que unía la historia de su familia con la de Diana, una hija que se había quedado sin madre.