Tu nombre nunca termina

Capítulo 3. El puente

No hay heroísmo en seguir viva.
A veces es simple inercia.
Pero la inercia, si se acompasa con el tiempo, también puede llevarte a casa.

Era un cambio brusco y lo hacía sola. O casi sola. Branca estaba –siempre estuvo–, pero no podía reemplazar todo lo que ya no tenía. Nunca fue una madre, pero no me falló ni una sola vez.

Sentada frente a los ventanales de la zona de embarque, traté de recordar la última conversación larga con mi padre y no conseguí recordarla. De hecho, no estoy segura de que ese momento se produjese nunca porque siempre tuvimos un trato cordial pero distante, algo así como una cercanía compartimentada. Estaba él, estaba yo y, en medio, Branca o Aurora, amortiguando la distancia y haciendo que todo pareciese normal, aunque nunca lo fuera. ¿Cómo va a ser normal que una hija conozca tan poco a su padre, siendo el único progenitor vivo que tiene? Él marcó mi relación con el resto de los hombres de mi vida, de los que nunca esperé gran cosa. No lo digo para quitarme parte de la responsabilidad; es simplemente la huella que dejó: los elijo con un gusto pésimo. Veintiocho años y cero relaciones estables, algunos chascos y muchas historias que nunca llegaron a nada. El ejemplo más reciente: la noche anterior.

La fatídica mañana del sábado abrí los ojos y lo primero que encontré fue un techo de gotelé amarillento. El camión de la basura hacía su recogida cerca porque pude oír cómo cargaban los cubos, rompiendo el silencio de un ambiente cargado, claramente ajeno a mi casa. Sentí la boca pastosa y fui consciente de que estaba completamente desnuda. Un cuerpo yacía a mi lado, pero no recordaba quién era su dueño. Había bebido tantísimo que, aunque hubiera sido el mismísimo Henry Cavill, no me acordaría. Sólo recordaba por qué había salido: no quería quedarme sola en casa. La soledad me llevaba a pensar. Pensar me llevaba a la tristeza. Y la tristeza, a un borde del que me costaba cada vez más volver. Ni los antidepresivos alejaban eso del todo. El inicio lo recordaba nítidamente porque siempre era el mismo. El resto estaba borroso y lo único claro era un intenso dolor de cabeza.

Mi última conquista se estiró y al girarse pude ver su cara. Era el nuevo, un tío al que no soportaba. Un desastre total, no sólo porque era alguien del trabajo sino porque era un impresentable. El lunes iba a ser la comidilla y Sheyla no me lo iba a perdonar en la vida. Él era lo peor, pero ella había decidido que iba a ser su futuro marido, aunque él se tiraba a todo bicho viviente, incluida yo, dada la presente situación. Había tocado fondo.

Traté de taparme con la sábana que tenía pinta de no haber sido lavada en semanas y, cuando puse los pies en el suelo, sentí algo pegajoso. Un preservativo usado. Tragué saliva. Al menos tenía un consuelo: no habría memoria, sólo resaca emocional.

–Anoche no eras tan pudorosa… –Oí a mi espalda, mientras trataba de recomponerme y evitaba a toda costa vomitar al sentir sus dedos acariciándome la espalda.

–Creo que me voy a ir a mi casa. Ya hablamos en otro momento o mejor…no.

–Vaya, ya salió la estirada. ¿Ahora ya no te gusto? Pues bien que me pedías que te diera más de lo mío anoche. Quizás quieras un recordatorio para hacer memoria, aunque poco más me queda por hacerte…

–Mejor será que no, hay historias que solo tienen un capítulo porque ya no dan más de sí. No te ofendas, pero no me acuerdo de nada aunque, si es como lo cuentas, ya estoy más que servida.

–Vaya con Cenicienta, ¿no te va mezclarte con el resto de los mortales después de las doce? Si te preocupan las habladurías, he de decirte que llevaba un condón en la mano cuando salimos del local. Todos vieron a lo que íbamos.

Me quedé parada y fui consciente de que justo en ese instante había tocado fondo de verdad y no pude menos que responderle en sus mismos términos. Total, daba igual cómo lo tratara, su boca sucia no pararía de manosear mi nombre en el trabajo.

–Me maravilla lo discreto y caballeroso que eres. No sé cómo no caí antes en tus brazos y tuve que esperar al coma etílico para acostarme contigo –le dije, mientras él me miraba despatarrado con una sonrisilla burlona de medio lado.

–Pues vas a tener razón y es mejor que te vayas, cielo. En nada, vendrá mi novia y no me apetece que te encuentre y me monte una escena. Discutir con ella por un mal polvo me estropearía el domingo sin necesidad.

Ya de pie, busqué mi ropa con la mirada. Todo estaba desperdigado, lo que supuso ir saltando de un sitio a otro recolectando cada una de las prendas. Conseguí vestirme en un tiempo récord y, al salir, intuí cómo su mirada se deslizaba por mi espalda y la sentí como si un montón de baba resbalara por ella.

De camino a casa, pensé que llevaba dando tumbos mucho tiempo y que lo mío era una especie de muerte en vida en la que yo misma acudía todos los días al velatorio. Si mi vida familiar no daba para una postal navideña –me había quedado sin madre y mi padre apenas me hacía caso– mi historial amoroso era una película de terror en la que la guinda del pastel se la llevaba mi único novio formal, que no sólo me dejó sino que lo hizo por la que era, por aquel entonces, mi mejor amiga. El único consuelo fue que duraron poco, quizás porque lo que realmente les ponía era traicionarme.

Tenía frío porque la ropa de noche no es la mejor elección para andar por la ciudad tan temprano y a mi cabeza acudía un enjambre de pensamientos sombríos, que me confirmaban algo evidente: estaba muy sola. Mientras andaba con la mirada fija en las mugrientas baldosas de la acera, me imaginaba en uno de esos programas de la tele, donde acude la gente a buscar su media naranja: “Hola, soy Diana, una chica de veintimuchos, taciturna, con relaciones esporádicas, amigos que preferentemente se marchan al extranjero, un padre distante y una vecina que hace las veces de familia”. Con una sonrisa sarcástica hacia mí misma seguí calle abajo con la idea fija de meterme en la ducha y quitarme del cuerpo los restos del día anterior. Con ese plan en la cabeza seguí caminando. Me detuve en el puente. El mismo del que saltó mi madre. Puse las manos en la barandilla. Bastaba con impulsarme. El cuerpo sabía cómo hacerlo incluso antes que yo. Quizás, sobre el asfalto hallaría el calmante definitivo. Atenacé el borde y, al menos mentalmente, hice el ademán de subir. Sentí cómo el viento comenzó a soplar fuerte, dándome en la cara de pleno, y eso me sacó del trance en el que estaba inmersa. Allí parada, frente al muro del que se tiró mi madre, pude visualizar un tráiler de lo que pudo haber sido, incluyendo el tremendo susto del pobre desgraciado, al que probablemente le habría caído encima del coche, y la imagen de mi cuerpo hecho papilla tras ser arrollado. Eso hizo que diera un paso atrás. Miré mis zapatos. Carísimos. Hermosos. No habían nacido para acabar en el depósito de cadáveres. Yo tampoco. Ellos calzaban a una mujer distinta a mi madre, que no quería acabar con el cuerpo hecho un amasijo y en una postura nada instagrameable. Pobre Aurora, tampoco se merecía este último disgusto. Me la imaginé con un cadáver muy poco agraciado al que velar, que seguro habrían puesto dentro un ataúd cerrado debido al estado del cuerpo, tan horrendos como son y con el calor tan terrible que debe hacer dentro… Esa bandada de razonamientos acudió a mi cabeza para salvarme la vida e hizo que me riera de mí misma o que, por lo menos, que decidiera esperar a encontrar otra fórmula con menos impacto… Acudió a mi rescate la necesidad urgente de tomarme un té calentito acompañado de un cruasán y de meterme en mi cama perfectamente hecha, perfumada con lavanda. Emprendí el camino de regreso a casa. Quizás a mi madre no la salvó el viento. O quizás no le gustaban los cruasanes, quién sabe, quizás, simplemente, estaba más cansada que yo.




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