No todos los duelos lloran. Algunos sólo esperan.
La megafonía del aeropuerto enlazaba un mensaje con otro y todos sonaban igual. Estaba cansada de tanta espera, aturdida por el cansancio de la noche en vela y por la medicación con la que no había escatimado aquella mañana. Necesitaba caminar, moverme para sentirme presente, por lo que cogí el asa de mi maleta y busqué un baño. Me lavé la cara y el agua fría me sentó bien. Me observé en el espejo y vi unas enormes ojeras rodeando unos ojos secos: ¿por qué no había llorado?, ¿acaso no tenía sentimientos? Había perdido a mi padre, ¿qué clase de hija no llora por la muerte de un padre?
Tras lanzar mentalmente todos esos reproches a la mujer del espejo, sus ojos vacíos me respondieron que no se puede llorar lo que no se ha tenido y no pude menos que darle la razón.
Me volví a sentar para continuar la espera. El avión no salía. Ya daba igual. Siempre había llegado tarde. Jamás tendría la conversación que ensayé mil veces. Ya no habría respuestas. No hablaríamos de ella o de mí y de por qué nunca me quiso, al menos no del todo
¿Qué podía esperar ahora? Había construido una vida para agradarlo, para que estuviese orgulloso, para que en algún momento surtiera la magia y me quisiera. Estudié lo que me impuso y trabajaba en algo que no me gustaba, pero que para él era aceptable: abogada en una entidad bancaria, por supuesto, colocada por uno de sus amigos en un puesto que a él le complacía. Quería que fuese independiente y que estuviera ocupada y anclada a la isla. Dios no quisiera que se me ocurriera la idea de mudarme más cerca. Ya era suficiente con las visitas durante las fiestas, en las que compartíamos un tiempo siempre en compañía de otros, no fuera que tuviéramos tiempo para confidencias entre un padre y una hija.
Pensé en la que había sido mi casa y en el momento en el que bajé las persianas y cerré la puerta tras de mí. Branca me había pedido que pasara un tiempo con ella y me pareció bien darme un respiro. Tampoco es que dejara atrás el trabajo de mi vida. El dinero no es problema, me dijo, y me lo tomé al pie de la letra. Lo único que dejaba de valor era a Aurora, mi vecina de escalera. Toqué a su puerta una vez más y la abracé fuerte, muy fuerte, porque ella, que no me era nada, siempre me había querido.
–Ay, niña, ya sabía yo que las cartas barruntaban cambios –dijo mientras se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de tela de esos que ya no lleva nadie, pero que ella seguía usando. Le gustaba echar las cartas y, según ella, mi vida iba a dar un giro e iba a conocer el amor verdadero. Siempre fue una mujer muy optimista y a mí no me gustaba llevarle la contraria, aunque lo del amor de mi vida lo llevaba viendo hacía años y yo no lo había encontrado por ninguna parte. No me importaba: vivir en pareja no es para todo el mundo. Lo importante del tarot de Aurora no era el resultado, sino el tiempo que compartíamos. A veces le salía más de un amor y yo me partía de la risa porque ya era difícil conocer uno, pero dos… Daba igual que las cartas mintiesen: siempre recordaré con mucho cariño las tardes de domingo que se nos iban mientras ella me hablaba de su pasado a la vez que trataba de averiguar mi futuro.
–Aurorita, hazme el favor y cuídate mucho. Te llamaré para contarte cómo van las cosas y no te pongas a interpretar las cartas para mí, ya te digo que soy inmune a tus predicciones –Se lo dije bajito mientras la abrazaba y aspiraba su olor a rosas a la vez que se me encogía el corazón porque la dejaba atrás y se convertía en una estación de paso en una aventura hacia la incertidumbre.
–No sufras, niña, los cambios son necesarios y tú no eras feliz aquí. No disimules, que lo sé. Yo ya había visto un viaje y te digo que no va a ser corto. No estés preocupándote por lo que dejas ni por esta vieja, sino por lo que se avecina en el horizonte, que no es poca cosa. Prométeme que te tomarás las cosas con calma, pase lo que pase, y que afrontarás los problemas con cabeza. Promételo –repitió, mientras me sujetaba por los hombros con determinación. No me extrañó que me tratara así, nadie mejor que ella conocía mi debilidad y mi inclinación a huir, a terminar con el sufrimiento y, aunque muchas veces lo habíamos hablado y yo le había explicado que no era más que un juego mental, su respuesta siempre fue la misma: –Niña, no le des la mano a la muerte como a una amiga, que luego se coge muchas confianzas.– Me acurruque entre sus brazos una última vez. Ello lo sabía, y yo también, al marcharme, ya no sería la misma.