Y entonces apereció él.
No para quedarse.
Sólo para abrir una puerta.
Cuando vives en una isla todos los caminos acaban siendo a la vez azules e inciertos: mar y cielo y un destino que no se ve. Un viaje comienza por muchos motivos y el mío no se iniciaba desde el optimismo precisamente. Desde el aire y por primera vez en mi vida, la isla me pareció limitada, pequeña. Todo quedaba atrás: las casas, las avenidas, los barrancos. Después sólo la inmensidad del mar. Un mar normalmente surcado por olas blancas, un azul hondo como las simas marinas que rodean las islas: un foso invisible a la vista, pero profundo. Arriba, nubes, primero hechas jirones, apenas una gasa fina como niebla que se pega, que lo rodea todo, que hace que el viajero se sienta perdido. Momentos más tarde, un colchón de nubes, blancas como los algodones de los dibujos animados, mullidas, bañadas por la luz del sol y limpias, esperando a un dios o a unos ángeles que nunca están.
Aurora siempre me ha dicho que las casualidades no existen y el paso de los años le ha ido dando la razón. Duarte, como yo, viajaba a Portugal. No sé cómo se las ingenió, pero acabamos sentados uno al lado del otro. Venía de visitar a su madre e iba a ver a unos tíos suyos y a pasar unos días de descanso con la familia y con sus amigos porque se crio allí.
Inicialmente, evadí el motivo de mi viaje, pero tras tanto rato de conversación y, sobre todo, a causa de su insistente curiosidad, tuve que confesarle que mi padre había fallecido y que iba al encuentro de su viuda, algo que le apenó y que hizo que todavía estuviese más pendiente de mí. Por su parte, él me habló de su trabajo. Era fotoperiodista y cubría conflictos bélicos. Yo, en cambio, tuve que admitir que mi vida era bastante más aburrida: empleada de banca sin vocación y pintora por devoción. El vuelo también me dejó tiempo para pensar en mis cosas. Tenía una extraña sensación por la que no acababa de creerme que mi padre hubiese muerto, pues simplemente me parecía que estaba lejos como siempre. Pensé en lo que había sido su vida: no debió ser nada fácil encajar lo de mi madre y mucho menos sacarme adelante los primeros años. Cuando no has sido feliz y se te presenta la oportunidad, te abrazas a ella como un náufrago a una tabla. Eso le pasó a mi padre con Branca. Muchos de mis recuerdos de él son también recuerdos con ella, pues desde que había llegado a su vida, había quedado poco espacio para lo demás. Si en algún momento sentí celos, los desterré pronto. No era tan tonta como para no darme cuenta de que ella no me quitó su atención ni su tiempo sino que todo obedeció a una premisa mucho más simple aunque proporcionalmente más dolorosa: él nunca fue el padre del año porque no quiso serlo y Branca lo único que hizo fue mediar, atemperar. Debió hacerle ver que una niña necesitaba más atenciones y cuidados de los que él me daba. Creo que nos caló desde el minuto uno porque los ratos juntos empezaron a multiplicarse: una merienda, una salida, una invitación al cine, cosas que no solíamos hacer juntos comenzaron a hacerse recurrentes. Branca humanizó a mi padre para mí y lo hizo feliz y eso es algo por lo que le estaré eternamente agradecida. A pesar de todo, yo sé que para él, yo era mi madre. No hacía falta que lo dijera, lo notaba en su mirada. Era el recuerdo de tiempos oscuros y eso no se borra. Por eso, cuando le surgió la posibilidad de un nuevo trabajo en Lisboa, no se lo pensó y se fue. Claro que me ofrecieron mudarme con ellos, no podía ser de otra manera, pero por aquel entonces yo ya estaba en la universidad y bien me podía quedar en el piso familiar. Tampoco iba a notar mucho su ausencia y siempre estaba Aurora, el comodín para que ellos no sintiesen que me abandonaban. Ella fue un verdadero consuelo para mí al otro lado del descansillo de la escalera. Eso significó que tuve una vida universitaria que hubiera sido la envidia de muchos: casa propia, una manutención y mucha libertad, demasiada, quizás, si lo miro con perspectiva. Todo para terminar con la cabeza de un extraño apoyada en mi hombro. Un desconocido con el que había hablado más en las últimas horas que con mi padre a lo largo del último año.
–Ha sido un placer robarte, Duarte. Quizás no nos volvamos a cruzar, pero tengo que reconocer que me has hecho más ameno el viaje –le dije mientras trataba de peinarme con las manos y rescataba mis cosas del suelo y del bolsillo del asiento delantero.
–¿Quién te ha dicho a ti, Diana cazadora, que no nos vamos a volver a ver? –preguntó con una sonrisa cálida, de esas que desarman.
–Es poco posible: tú te irás a hacer tu reportaje, nada más y nada menos que a Ucrania y, luego, si consigues volver, seguirás con tu vida, como es normal. Por mi parte, tarde o temprano regresaré a la isla y continuaré con lo mío donde lo dejé. Está claro que no volveremos a cruzarnos y, sinceramente, creo que sería lo mejor: ahora mismo, no soy la mejor de las compañías –sonreí para quitarle hierro– sólo triunfo en pequeñas escaramuzas, en hurtos sin importancia como habrás podido comprobar en tus propias carnes –se lo dije bajito, mientras trataba de ponerle un poco de humor a la situación incómoda que yo misma había creado.
–No soy un hombre que cumpla con las estadísticas, créeme. No te hagas de rogar y déjame tu número. Me gustaría saber cómo te va todo. Debo ser masoquista porque me lo he pasado muy bien siendo tu víctima y, por lo menos, deberíamos volver a vernos aunque sólo sea para que intentes robarme la cartera…No te asustes, no voy persiguiendo a mujeres por los aeropuertos y prometo no acosarte estos días. Comprendo que estarás a otra cosa, pero imagino que en algún momento necesitarás un amigo aquí en Lisboa ¿o me equivoco? Ahora, dame tu teléfono y no me mires así. Si te arrepientes, pues me bloqueas y punto.