Hay lugares donde la ausencia respira más fuerte que la memoria.
Tenía pensado desplazarme en taxi hasta el apartamento que mi padre y Branca habían compartido los últimos años, pero al abrirse la puerta automática de las llegadas, allí estaba ella en una esquina, observando atentamente. Esperándome. Se le notaban los días de tristeza y, aún así, seguía siendo hermosa con su cabello negro, largo y con su boca grande de la que asomaron unos blanquísimos dientes. Me abrazó con fuerza, reteniéndome un instante, como si tratara de apresar algo, como si abrazándome a mí, lo retuviese a él.
–Vámonos. Debes estar cansada –me dijo mientras se cogía de mi brazo y me obligaba suavemente a avanzar. Tenía razón como siempre. El cansancio había llegado de golpe. Me dolía la cabeza y me costaba tener los ojos abiertos.
–Gracias por venir a buscarme. Sigues siendo una anfitriona de libro –dije mientras apoyaba la cabeza en su hombro y caminábamos.
Faltaba poco para llegar y la marcha lenta del coche me permitió percibir el bullicio de la calle. Yo llegaba de duelo, pero Lisboa me recibía con alboroto y llena de vida. Así era el barrio de Santos, el lugar que mi padre eligió para vivir sus últimos años. Había visitado la zona durante mis vacaciones y me había entusiasmado en cada ocasión: locales de moda, exposiciones y, sobre todo, esa sensación de barrio que habían conseguido los comerciantes trabajando de manera coordinada.
Branca abrió la puerta y, desde el primer segundo, sentí que la presencia de mi padre me envolvía. La casa olía a él como si en cualquier momento fuese a aparecer desde cualquier rincón.
–Branca, la casa huele a él.
–No sé, creo que simplemente huele a nosotros. Todavía no he podido recoger nada. Tampoco sé si quiero hacerlo. Es difícil hacerse a la idea de que ya no está. A ratos lo olvido y, por un instante, me parece que va a sentarse junto a mí en el sofá como tantas veces, pero al final no llega –dijo esto más para sí que para mí, llevándose la mano a la cara, pero enseguida se recompuso, haciéndome un gesto para que no me preocupara.
–Tranquila. Este tiempo con él ha sido un regalo, prefiero verlo así. Lo llevaré bien. No te preocupes –dijo esbozando una frugal sonrisa y volviendo a ser la mujer fuerte de siempre, mientras encendía la luz de la habitación para invitados. –Por ahora, vamos a centrarnos en lo inmediato: ducha, cena y cama ¿Te Parece? Tienes todo lo necesario en el baño. Quítate el polvo del viaje con una buena ducha o con un buen baño, lo que prefieras. Ésta es tu casa. Te espero en la cocina.
La habitación había sido preparada con mimo como cada una de las veces que los había visitado. Tenía unas vistas preciosas al puerto, tanto que desde la ventana se podía apreciar cómo las grúas rojas contrastaban con la luz del atardecer y con el azul del mar. Saqué mis cosas y las coloqué en el armario y me metí en la ducha. Abrí el grifo del agua caliente y dejé que corriera por mi cuerpo, cálida como un abrazo. Por fin había llegado. Allí estaba. El pecho se me contrajo tanto que el aire no pasaba y mis lágrimas se mezclaron con el agua y con el vapor. La pena había llegado, entrando por la puerta de servicio, para que no la viera venir. Era una tristeza doble: la de haber perdido a un padre y la de nunca haber tenido uno del todo.
Aurora curaba todo con una ducha de agua caliente y no se equivocaba con el valor terapéutico de algo tan sencillo como eficaz, pues para la cena ya estaba bastante recuperada. Llorar me había hecho bien. Los ojos algo húmedos de Branca me confirmaban que habíamos estado lamiéndonos las heridas a escondidas para no lastimar de más a la otra. Era agradable sentir esa unión invisible en la que las palabras sobraban.
Mientras la observaba yendo de un lado a otro de la cocina, pude percatarme de que aún llevaba la alianza puesta y envidié ese amor que yo no había experimentado aún y que no sabía si llegaría a conocer jamás. No todos estamos predestinados a que nos quieran de esa manera y no pasa nada, pensé. Juntas compartimos la cena y los recuerdos. Una comida rica y un anecdotario de un hombre activo y con ganas de vivir. Así era el hombre de Branca, aunque a mí se me había mostrado más bien poco en esa faceta.
–Diana, tengo que contarte algo importante –me dijo mientras me clavaba la mirada y se daba cuenta de mi estupefacción. Cogió mi mano sobre la mesa y la apretó –tranquila, simplemente necesitamos hablar con calma. No debes preocuparte. Tu padre dejó algunas indicaciones, pero es mejor afrontarlas de día y con la cabeza despejada, incluso mejor frente a un buen desayuno ¿Te parece?
–Siempre fue muy precavido, seguro que te señaló el punto exacto para soltar sus cenizas. No me extraña que haya preferido quedarse aquí. No creo haberlo visto reír hasta que te conoció –le señalé a modo de cumplido, pero siendo totalmente sincera.
–Ya sabes cómo era tu padre. Tenía su peculiar forma de afrontar el mundo, Diana. Buenas noches. Te he puesto otra manta porque refresca por la noche. Mañana será otro día para nosotras.