A veces basta con abrir los ojos en otro lugar
Dormí hasta tarde y, al levantarme, encontré una nota de Branca:
“He salido a hacer recados. Si te apetece, comemos una francesiña. Así comienzas la mañana con ánimos. Tienes café recién hecho en la cocina. Llámame”.
Me apetecía salir, pero antes me tomé el café con calma mientras miraba el móvil, sentada junto a la isla de la moderna, blanca y luminosa cocina. Pensé que mi padre había estado allí mismo hacía poco y que era muy probable que Branca le hubiera dejado el café preparado igual que a mí. Saboreé el café amargo y pensé: “A tu salud, papá”. En ese momento llegó un mensaje: “Espero que estés bien, mi Diana cazadora” y una sonrisa involuntaria se dibujó en mi cara.
Mientras me lavaba los dientes pude observar cómo todavía unas profundas ojeras marcaban el contorno de mi mirada. No era el cansancio del vuelo ni tan siquiera la pena reciente. Era algo que venía de lejos. Una pesadumbre profunda que se me había pegado al cuerpo hacía mucho tiempo y que poco a poco había ido absorbiéndome las ganas de vivir, pero esa mañana pesaba menos. Quizás tuviera que ver con el hecho de no estar en casa. Quizás era porque aquí la vida no me conocía del todo.
Me apeteció pintarme los labios e ir a comerme el dichoso sandwich de carne. Después de todo, la vida era corta y había perdido mucho tiempo. Mi tiempo. Quería ser feliz antes de irme como mi padre, sin aviso. Cogí las llaves y un jersey fino y salí a la calle. El sol me recibió con intensidad. Cerrémoos los ojos y respire, sintiéndome viva.
Una alerta de WhatsApp me sacó del momento. Pensé que era Branca, pero era él: “No puedo dejar de pensarte”.
Aurora siempre me decía: “No hay mal que no traiga algo de bien”. Quién sabe. Ese chico se había colado en mi vida sin pedir permiso. No tenía muy claro que contestarle, así que se me ocurrió mandarle una foto desde la puerta: “Hoy estoy más animada. Gracias por acordarte de mí”. La respuesta llegó de inmediato: “Desde que abrí los ojos, no hago otra cosa, pequeña ladrona”.